(Domingo
XXI - TO - Ciclo A – 2020)
“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 13-20). Jesús hace una pregunta a
sus discípulos, acerca de su identidad. Primero les pregunta qué es lo que la
gente dice de Él; luego les pregunta qué es lo que ellos dicen de Él. Esto lo
hace Jesús, no porque Él no sepa quién es Él, sino porque quiere hacer una
revelación divina.
Ante la pregunta de quién dice la gente que es Él, en las
respuestas se nota que hay un desconcierto, entre aquellos que no son discípulos
de Jesús, acerca de la identidad de Jesús. En efecto, ““Unos dicen que es Juan,
el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”. Entre
la gente, es decir, entre aquellos que no son discípulos de Jesús, no hay un
conocimiento exacto acerca de la identidad de Jesús; podemos decir que si bien
todos coinciden en que es un hombre bueno y santo, por lo general reina la
confusión, ya que ninguno dice la verdad acerca de Jesús. Representan a los
paganos, quienes no tienen el conocimiento verdadero acerca de Jesús como
Hombre-Dios.
Luego Jesús les pregunta qué dicen ellos, sus discípulos,
acerca de Jesús y esto lo hace para prepararlos para la revelación que ha de
hacer. No es casualidad que el primero en responder y en hacerlo correctamente,
sea Pedro, quien le dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Era esta
respuesta la que Jesús estaba esperando: que Él era el Mesías y el Hijo de
Dios. Pero luego Jesús profundiza en la respuesta de Pedro y le aclara cuál es
el origen de su conocimiento acerca de Él: el origen de su conocimiento no es
su inteligencia y su razón humana, sino el “Padre que está en los cielos”: “Dichoso
tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino
mi Padre, que está en los cielos”. En otras palabras, es imposible saber que Jesús
es el Hijo de Dios encarnado, es decir, la Segunda Persona de la Trinidad
humanada, sino es por una revelación divina, sobrenatural, de lo alto. Ninguna creatura,
ni hombre, ni ángel, puede alcanzar este conocimiento. Por eso todos los que
responden, por fuera del círculo de los discípulos de Jesús, responden
equivocadamente, porque no tienen la luz del Espíritu Santo que los ilumina,
como sí la tiene Pedro. Y luego Jesús hace la revelación que esperaba hacer y que
explica la razón por la cual Pedro no solo responde correctamente, sino que lo
hace antes que todos los discípulos: porque Pedro ha sido elegido por Cristo
como Vicario suyo en la tierra y por esto, su Iglesia será edificada sobre la
base de la piedra que es Pedro: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia”. Después Jesús hace la promesa de que las
puertas del Infierno –que, entre otras cosas, tratarán de destruir la Verdad
acerca del Hombre-Dios, Verdad que le ha sido revelada a Pedro- “no
prevalecerán contra su Iglesia: “Los poderes del infierno no prevalecerán sobre
ella”. El Infierno tratará, una y otra vez, desde el inicio mismo de la
Iglesia, de destruirla, pero todos sus intentos serán en vano, porque
fracasarán contra la piedra que es Pedro. Por último, Jesús le concede lo que se
llama el “privilegio petrino”, esto es, de recibir las llaves del Reino de los
cielos y de “atar y desatar” en la tierra y en el Cielo: “Yo te daré las llaves
del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el
cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Postrados ante la
Eucaristía y junto a Pedro, Vicario de Cristo, proclamemos la Verdad acerca de
Jesús en el Santísimo Sacramento del altar: Él es el Hijo de Dios, el Mesías,
el Salvador, que ha venido para llevarnos de esta tierra al Cielo.
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