“Cállate
y sal de ese hombre” (Lc 4, 31-37). Estando en la sinagoga, Jesús
realiza un exorcismo, utilizando el solo poder de su voz, liberando así a un
hombre que estaba poseído por un espíritu inmundo. Según el P. Fortea, hay dos clases
de demonios: los que podríamos denominar “hablantes”, que es el de este caso, y
los demonios “mudos”, que están presentes en el cuerpo de la persona pero no se
dan a conocer. En el caso de este demonio, como lo dijimos, se trata de un
demonio hablante, es decir, un demonio que toma posesión del cuerpo y de las
funciones sensoriales del poseso, para expresarse a través de estas funciones. Siendo
un demonio hablante, es importante escuchar lo que dice, puesto que lo que dice
confirma nuestra fe. El demonio, al ver a Jesús, habla por intermedio de las
cuerdas vocales del poseso y dice: “¿Por qué te metes con nosotros, Jesús
nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé que tú eres el Santo de Dios”. Además
de llamar a Jesús “nazareno”, por su lugar de origen, le dice: “Santo de Dios”
y esto porque el demonio sabe que Jesús no es un simple hombre, sino el Hijo de
Dios encarnado; el demonio reconoce, en la voz de Jesús de Nazareth, la voz del
Dios que lo creó y que, luego de la prueba, lo condenó al Infierno eterno. Ahora
bien, no solo reconoce la voz, sino que ante esta voz de Jesús, el demonio sale
del poseso, obedeciendo a la voz de su Creador y temblando de espanto y de
terror: “Entonces el demonio tiró al hombre por tierra, en medio de la gente, y
salió de él sin hacerle daño”.
“Cállate
y sal de ese hombre”. No solo el demonio reconoce en la voz de Jesús de Nazareth
a la voz de Dios: también los presentes en la sinagoga se dan cuenta de que hay
algo sobre-creatural, un poder divino, en la voz de Jesús, que hace que los demonios
huyan espantados ante sola presencia: “¿Qué tendrá su palabra? Porque da
órdenes con autoridad y fuerza a los espíritus inmundos y éstos se salen”.
“Cállate
y sal de ese hombre”. También a nosotros nos habla Jesús, no a través de la voz
de un poseso, sino a través de la voz del sacerdote ministerial, invitándonos a
recibirlo en nuestras almas, cada vez que dice: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi
Sangre”. Reconozcamos la voz de Jesús que, por las palabras de la consagración,
nos invita a recibirlo sacramentalmente en la Eucaristía y acudamos a comulgar,
para que habite en nosotros el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo.
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