“¿Así le contestas al Sumo Sacerdote?” (Jn 18,
22). El sonido de la fuerte trompada me despertó; en el mismo instante, abrí los
ojos y me escuché a mí mismo pronunciando la misma frase, la misma pregunta: “¿Así
le contestas al Sumo Sacerdote?”. Instantáneamente, sin pensarlo, miré mi mano
derecha y me di cuenta de que el anillo que llevo puesto habitualmente en el
dedo anular, estaba manchado de sangre, mientras un hilo de esa sangre
comenzaba a discurrir por mi mano, cayendo una gota en el suelo. Era una sangre
distinta, una sangre que, inexplicablemente, al mismo tiempo que me atraía, me
impulsaba a estremecerme en mi interior, con un temblor sagrado, como alguien
que se encuentra ante lo más sublime y sagrado que jamás pueda siquiera ser
imaginado por el hombre o por el ángel. Luego sabría el motivo; era la Sangre
del Cordero, pero en ese momento todavía no lo sabía.
Luego de escuchar mi propia voz y de ver, casi en
simultáneo, mi anillo, mi dedo anular y mi mano, manchadas con sangre, elevé la
vista y contemplé su Rostro, el Rostro de Dios; contemplé sus ojos, los ojos de
Dios, los ojos de Jesús de Nazareth. Y en el mismo momento, escuché que el Hijo
de Dios me decía: “Si he hablado mal, dime en qué ha sido; si he hablado bien,
¿por qué me pegas?”. Esas palabras –“¿Por qué me pegas?”-, unidas a la contemplación
de su Rostro, las escuché, no solo con los oídos del cuerpo, sino ante todo con
los oídos del alma, de mi alma sumergida en la oscuridad. Entonces comprendí la
verdadera dimensión del pecado, comprensión acompañada de la luz de su Rostro, la
Luz Eterna del Ser divino trinitario de Jesús, que iluminó las tinieblas de mi
mente y de mi corazón, sacándome de la siniestra oscuridad en la que me
encontraba.
El golpe, la trompada, la cachetada, en el Rostro Santísimo
de Jesús, es la consecuencia del pecado, es el fruto envenenado del pecado. La suprema
fealdad del pecado, nacida en lo más profundo de mi ennegrecido corazón, se
estrellaba contra la Suprema Belleza Increada, que resplandecía sobrenaturalmente
en el Sagrado Rostro de Jesús. Ése es el destino final del pecado, ésa es la
trayectoria final, el impactar de forma violenta sobre la Humanidad Sacratísima
de Jesús, al punto de herirla, abrirla en dos, provocando una herida abierta y
sangrante, herida de la cual fluye la Preciosísima Sangre del Cordero.
Mientras me arrodillaba para adorar al Cordero,
escuchaba su voz que me decía: “¿Por qué me pegas?” (Jn 18, 22).
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