(Domingo III - TC - Ciclo A - 2023 2)
“Dame de
beber” (Jn 4, 5-15). En el Evangelio del encuentro con la samaritana, se
presenta a Jesús sediento, pero no solo de agua material, necesaria para
satisfacer la sed del cuerpo, sino que esa sed tiene también una trascendencia
sobrenatural, porque la sed que tiene Jesús es sed de almas[1]. Se
trata de una situación análoga a lo que sucede en el Calvario, cuando en una de
las Siete Palabras de Jesús en la cruz, dice: “Tengo sed”, interpretando los
soldados que se trata de sed del cuerpo, pero en realidad es sed de almas. Dios
tiene sed de almas, Dios quiere que las almas se salven y eso es lo que
significa la sed de Jesús, tanto en el encuentro con la samaritana, como en el
Monte Calvario, ya crucificado.
En el
momento del encuentro con la samaritana, Jesús se está sentado al borde del
pozo de Jacob, tal como lo hace un hombre cuando está cansado; otro detalle que
notan los teólogos es el hecho de que es el mediodía, la “hora de sexta”, según
el modo de contar el tiempo de los romanos, lo cual indica también un momento
del día en el que se experimenta más sed, porque a esa hora convergen la
actividad de la mañana y el calor del sol del mediodía; en el caso de Jesús, trasladado
a lo sobrenatural, su sed de almas aumenta de forma paralela a su sed corporal,
aunque su sed de almas es mucho más intensa que la sed del cuerpo tanto más
cuanto el “sol del mediodía” en la Escritura significa la actividad demoníaca
que también busca almas, pero para inducirlas al pecado y a la eterna
condenación.
En el
encuentro con Jesús, la samaritana se da cuenta de que es judío por su modo de
hablar, por lo que le recuerda el odio que existe entre las naciones de judíos
y samaritanos, y esto se debe, en parte, al hecho de que los judíos, que eran
los únicos en creer en un Dios Uno, se separaban de quienes consideraban
paganos y, en el caso de los samaritanos, eran considerados también cismáticos,
es decir, separados de los judíos debido a que habían construido un templo
distinto al de los estos en el año 400 a. C. Esto es lo que explica la
enemistad y animosidad entre judíos y samaritanos, recordada por la samaritana.
Pero Jesús,
siendo Él, en su naturaleza humana, hebreo, le habla a la mujer, siendo ella
samaritana -con lo cual rompe desde un inicio esa enemistad- y le habla acerca
del amor de Dios y del don del cielo que su presencia misma -la presencia de
Jesús- constituye para ella -porque Él es el Mesías-Dios, el Dios que se ha
encarnado en la Persona del Hijo para salvar no solo al Pueblo Elegido, los
judíos, sino para salvar a toda la humanidad-;
al hacer esto, al hablarle del Divino Amor y de la llegada en carne del
Mesías de Dios, Jesús de Nazareth, quien habrá de salvar a toda la humanidad, deja
de lado el estado de hostilidad entre ambos pueblos[2],
además de cualquier hostilidad que pueda haber entre las naciones del mundo,
porque Él, el Mesías-Dios, Es el que Es -es el primer “Yo Soy” que pronuncia
Jesús-y ha venido a traer la paz a los hombres en guerra con Dios y entre sí,
porque Él da la verdadera paz, la Paz de Dios, que sobreviene al alma al serle
quitado aquello que la hace enemiga de Dios, el pecado.
En el
encuentro, Jesús le pide de beber a la mujer samaritana, pero al mismo tiempo,
Él puede darle algo infinitamente más valioso que el agua material y es el “agua
viva”, que brota a borbotones de un manantial; un agua viva que vivifica, que
da la Vida de Dios a quien la bebe y es la gracia santificante, que ha de
brotar de su Costado traspasado en la cruz y que se comunicará a su Iglesia a través
de los sacramentos. Jesús le pide a la samaritana agua para saciar la sed
corporal, pero al mismo tiempo, Él le ofrece también agua, pero un agua viva
con la vida divina, que comunica la vida divina a quien la bebe, es el agua de
la gracia santificante, brotada de su Corazón herido por la lanza y comunicada en
el tiempo a los hombres por medio de los Sacramentos de la Iglesia Católica.
“Dame de beber”, nos dice también a nosotros Jesús,
pero no nos pide el agua material, sino el alma, porque el Hombre-Dios tiene
sed de nuestras almas; el Hombre-Dios Jesucristo tiene sed de nuestro amor y es
por eso que nosotros, postrados ante Jesús, para saciar su sed de almas, por
manos de la Virgen, le hacemos entrega de nuestras almas, las de nuestros seres
queridos y las del mundo entero. Pero al mismo tiempo que nosotros le damos a
Jesús nuestras almas, para saciar su sed de almas, Jesús -tal como hace con la
samaritana en el Evangelio- nos concede también agua, pero es otra agua, no el
agua material, sino el agua sobrenatural de la gracia santificante que brota de
su Corazón traspasado. Para nosotros, la surgente de agua viva es el Costado traspasado
de Jesús; es de su Sagrado Corazón de donde brota el manantial de Vida divina
que salta hasta la Vida eterna. Al igual que la samaritana, que le pide a Jesús
el “agua viva”, pidamos también nosotros esta agua brotada del manantial que es
el Corazón traspasado de Jesús; saciemos nuestra sed de Dios y de su Divino
Amor, bebiendo de este manantial sagrado; saciemos nuestra sed de paz, de amor,
de alegría, bebiendo la Sangre del Cordero, la Sagrada Eucaristía y adoremos,
en espíritu y en verdad, al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario