“Toma tu camilla y echa a andar” (Jn 5, 1-3.
5-16). Jesús realiza un milagro de curación corporal en la piscina llamada “Betesda”.
En esa piscina, se daba una situación muy particular, un don del cielo que hace
recordar, por ejemplo, al agua milagrosa del Santuario de Lourdes, o también al
agua milagrosa del “Pozo de San Francisco”: un ángel del cielo bajaba -la señal
era que las aguas se movían- y quien lograba acercarse a ese lugar, quedaba
curado instantáneamente.
En ese lugar se encontraba un enfermo quien, debido a
que no tenía nadie que lo ayudase, hacía años que deseaba acercarse a la fuente
de sanación, sin poder lograrlo. Jesús, sabiendo lo que le sucedía -al ser Dios
omnisciente todo lo sabe-, se acerca para concederle el milagro de la sanación,
pero es importante lo que le dice primero: le pregunta “si quiere” curarse y
esto porque Jesús respeta a tal punto nuestra libertad, que no nos concede nada
sin que nosotros lo deseemos. El enfermo le manifiesta libremente que desea ser
curado y es recién entonces cuando Jesús le concede el don de la curación
milagrosa.
Al contemplar el milagro, podríamos pensar que el
hombre enfermo que es curado por Jesús es muy afortunado al recibir tan grande
don del mismo Jesús, y es así, pero al mismo tiempo, no debemos pensar que es
el único afortunado, porque Jesús continúa concediendo dones de sanación tanto corporal
como espiritual, ya que la piscina de Betesda es imagen de la Iglesia, de donde
brota el agua de la gracia santificante, que se comunica a través de los
sacramentos, concediendo milagros de sanación corporal y espiritual y sobre
todo la conversión del alma a Cristo.
Y al igual que el enfermo del Evangelio, Cristo no nos
obliga a acudir a su Iglesia, pero si no lo hacemos, si no recibimos los
sacramentos, si no nos confesamos, si no recibimos su Sagrado Corazón
Eucarístico, porque no queremos hacerlo, entonces nos perjudicamos gravemente,
porque somos como un enfermo a quien se le ofrece gratuitamente la sanación de
sus dolencias, pero prefiere quedarse con su enfermedad y su dolor, antes que
recibir la gracia santificante que brota de la Fuente de la salvación, el Corazón
traspasado de Jesús.
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