“Conviértanse y crean en el
Evangelio”. Al inicio de la
Cuaresma , con la imposición de cenizas, la Iglesia llama a la
conversión y a la fe en el Evangelio. Las cenizas que se imponen sobre la
cabeza son un símbolo que recuerda que el corazón del hombre, sin la gracia de
Dios, sin la conversión, sin la aceptación humilde y piadosa de la Palabra de Dios revelada
en el Evangelio, está como cubierta por una gruesa capa de polvo, de tierra y
de barro, que le impide salir de sí y trascender en el don de sí mismo a Dios y
al prójimo.
Sin la conversión, el
corazón del hombre, cubierto por una espesa capa de polvo, está como opacado
porque la luz de Dios no penetra en Él, y como la luz de Dios es al mismo
tiempo vida y amor divinos, el hombre se encuentra sin vida divina, sin amor a
Dios y sin amor al prójimo, encerrado en sí mismo y sin poder salir de su
propio egoísmo.
Al mismo tiempo, se le
escapan la verdadera vida y la verdadera felicidad, porque sólo en el don de sí
mismo, puede el ser humano vivir una vida verdaderamente feliz.
El tiempo de Cuaresma es una
invitación, por lo tanto, a salir de sí mismo, ayudados por la gracia, para
volver el corazón a Dios, que se nos revela en el rostro de Cristo y, por medio
de Cristo, amarlo, y amar también al prójimo.
El mensaje central de la Cuaresma es este llamado
a la conversión, al cambio del corazón, que de estar centrado egoístamente en
sí mismo, para poder ser plenamente feliz, debe girar y orientarse a lo alto, a
la cruz de Cristo, en donde se nos revela Dios. Y solo una vez que el corazón
se vuelve al Hombre-Dios Jesucristo, es que puede volverse hacia su hermano,
hacia su prójimo, no para hacerlo objeto de sus apetencias egoístas, sino para
amarlo verdaderamente, en Cristo, como a sí mismo.
El tiempo de Cuaresma es un
llamado a la conversión, conversión mediante la cual el hombre puede cumplir el
Primer Mandamiento de la Ley
de Dios, sin el cual no puede de ninguna manera entrar en el Reino de los
cielos: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”.
En este sentido, todo el
tiempo de la vida de una persona, es como una Cuaresma continua, desde el
momento en que todos los días de la vida, debemos buscar la conversión del
corazón, puesto que no se puede decir: “Ya estoy convertido”, porque eso sería
afirmar algo inexistente.
El paso del tiempo, y el
hecho de “cumplir años”, año tras año, no debe quedar en la mera celebración;
debe dar lugar a una profunda reflexión y meditación, porque cada año que pasa,
en la historia de vida de cada persona, es un año menos que la separa de la
eternidad, para cuyo ingreso se necesita la conversión del corazón. Cada año
que pasa, debe servir para meditar: “¿Busco mi conversión? ¿Trato de volver el
corazón a Dios, para amar a Dios y al prójimo como a mí mismo? O, por el
contrario, pasan los años y sigo sin convertirme?”.
Y para saber si es que de
verdad buscamos la conversión –que debe traducirse en paciencia, comprensión,
afabilidad, buen trato, caridad-, estas preguntas deberían ser contestadas por
aquellos con los que convivimos: si se trata de un cónyuge, deberían ser
contestadas por el otro cónyuge; si se trata de un hijo, por los padres, y así
sucesivamente.
“Conviértanse y crean en el Evangelio”. La
conversión es tarea de todo el día, todos los días, en la espera del final de
nuestros días, para que cuando se acaben los días de esta vida terrena, seamos
capaces de entrar en la vida eterna.
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