“El que quiera ser el
primero que se haga el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Mientras Jesús les está
anunciando su próxima Pasión, los discípulos discuten entre sí quién de ellos
es el más grande. Por eso es que el evangelista destaca que, mientras Jesús les
habla, ellos “no comprendían” de los que les hablaba.
Y no entienden qué es lo que
Jesús les dice, porque mientras Él les está hablando del camino de la Cruz , camino que supone
dolor, humillación, abandono, traición, vituperio, derramamiento de sangre y
muerte, para llegar a la gloria y a la vida eterna, los discípulos están
pensando en la gloria mundana, la gloria dada por demonios y hombres, que
consiste en alabanzas, loas, lisonjas, felicitaciones, que lo único que hacen
es aumentar el ego y henchirlo de soberbia.
Mientras Jesús les está
diciendo que Él deberá sufrir la muerte más humillante y dolorosa de todas, los
discípulos discuten sobre quién es el más grande de todos, y con eso solo
demuestran no entender nada de lo que Jesús les dice; demuestran no entender
que para llegar al cielo es necesaria la humildad; no entienden que la soberbia
sólo conduce en dirección al infierno.
Esto es lo que les quiere
hacer ver cuando les advierte que si quieren ser primeros en el cielo, deben
ser aquí, en la tierra, el último de todos y el servidor de todos. Pero ser
“último de todos y servidor de todos” no quiere decir no hacer nada para pasar
desapercibido, y no quiere decir que se es servidor de los demás porque no se
sabe mandar o no se sabe ser jefe; “ser último de todos y servidor de todos”
quiere decir tratar de hacer todo lo que corresponda al propio deber de estado
lo más perfectamente posible, pero sin alardear de ello, y servir a los demás
por medio del cumplimiento del propio deber de estado.
Ser el último de todos y el
servidor de todos es imitar a Jesús que, en la Última Cena, siendo Él Dios en
Persona, se arrodilla delante de sus discípulos para lavarles los pies, tarea
reservada a los esclavos. Sólo la humildad abre las puertas del cielo, porque
así el alma se configura a Cristo humilde en la Pasión. El alma soberbia, el
alma rápida para la ofensa, para la susceptibilidad, para el rencor, para el
deseo de venganza; el alma deseosa de alabanzas y de honores, rápida para la
envidia y la difamación, jamás entrará en el cielo. De ahí la imperiosa
necesidad de pedir al Sagrado Corazón: “Sagrado Corazón de Jesús, haz mi
corazón manso y humilde como el Vuestro”.
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