(Domingo
II - TO - Ciclo A – 2020)
“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29-34). Juan el Bautista ve
acercarse a Jesús y lo nombra con un nombre nuevo, no dado a nadie hasta ese
entonces: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y luego
revela que él sabe quién es Jesús porque el Padre se lo ha dicho: “Aquel sobre
quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con
Espíritu Santo”. Con esto, Juan traza una clara distinción entre el bautismo
que él predicaba y el bautismo de Jesús: él, Juan, predicaba un bautismo de
conversión meramente moral y bautizaba con agua; era un bautismo para que el
hombre cambiara el corazón y se volviera un poco más bueno, con el objeto de prepararse
para la venida del Mesías. Ahora que viene Jesús, viene el Mesías, que es Él y
a diferencia de Juan, no bautiza con agua, sino con “Espíritu Santo”.
¿Qué quiere decir que bautiza con Espíritu Santo? Por un lado,
quiere decir que Cristo es Dios, porque sólo el Hijo, en comunión con el Padre,
soplan el Espíritu Santo, es decir, sólo Jesús, junto al Padre, puede insuflar
el Espíritu Santo sobre un alma y es en eso en lo que consiste el bautismo del
Espíritu Santo. Por otro lado, significa el bautismo en el Espíritu Santo que
no es un bautismo meramente moral, porque el bautismo moral, como el de Juan,
sólo incide en la voluntad, dejando al hombre en su pecado, tal como estaba
antes, solo que ahora con buenas intenciones; el bautismo en el Espíritu Santo significa
algo infinitamente más grandioso: por un lado, el Espíritu Santo incide no en
la voluntad, sino en el acto de ser de la persona, es decir, en su raíz más
profunda y desde allí se extiende a toda la persona; por otro lado, el Espíritu
Santo destruye el pecado, expulsa al demonio del alma y vence a la muerte, todo
lo cual se consumará con el misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo
en la Cruz. El Espíritu Santo incorporará y hará partícipes, místicamente, del
misterio pascual de Cristo a todo aquel que sea bautizado y ése no sólo
recibirá el don de serle borrado el pecado original, de ser sustraído de la
acción del demonio, de vencer a la muerte, sino que recibirá la gracia de la
adopción filial, por la cual será convertido en hijo adoptivos de dios, hermano
de Cristo y heredero del Reino de los cielos. Por esta razón, todo bautizado en
Cristo está llamado a dejar las obras de las tinieblas, las obras del hombre
terreno y carnal, para vivir la vida de los hijos de Dios, la vida de la
gracia, como anticipo de la vida futura en la gloria.
“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
Cada vez que el sacerdote eleva la Hostia consagrada y repite esta frase: “Éste
es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, nos hace recordar a
nuestro bautismo, por lo que debe renovar en nosotros el deseo de no solo
rechazar el pecado, sino de vivir la vida de la gracia, la vida de los hijos de
Dios, la vida de los bautizados en la Sangre del Cordero.
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