La gente
sabe que Jesús se encuentra en determinado lugar y como ha oído hablar de sus
poderes sobrenaturales, acude a Él, llevándole sus enfermos y también muchos “endemoniados” (Mc 1, 29-39).
Esta frase es importante porque nos revela que tanto la gente como los
evangelistas sabían distinguir bien de una enfermedad epiléptica, por ejemplo,
de un caso de un endemoniado. Esto es necesario aclararlo porque muchos
progresistas y modernistas acusan a la Biblia –y por ende, a Jesús- de
pretender que todos eran enfermos epilépticos y de que no había endemoniados. El
Evangelio es muy claro: la gente llevaba ante Jesús a “enfermos y endemoniados”
y como estos últimos conocían que Jesús era el Hombre-Dios, Jesús “no les
permitía hablar”.
Esta curación
y estos exorcismo que hace Jesús está en consonancia con otra parte de la
Escritura que dice que Jesús “vino a destruir las obras del Demonio” y las
obras del Demonio son, la enfermedad, producto del pecado y la posesión
diabólica.
Jesús cura
enfermos y exorciza a los posesos, devolviéndoles la salud y la tranquilidad,
destruyendo la enfermedad y expulsando a los demonios. Visto superficialmente
podría parecer que Jesús ha venido para que el mundo sea mejor, para que los
hombres se vean libres de las enfermedades y de las molestias del demonio, pero
no es así: la curación de enfermedades y la expulsión de demonios es sólo el
prolegómeno del anuncio del Reino que ha venido a hacer Jesús: Jesús ha venido
a destruir las obras del demonio, sí, pero el objetivo último de su Venida es,
luego de quitar el pecado y sustraernos del poder del Demonio, el concedernos
la gracia santificante, que nos hace hijos adoptivos de Dios y herederos del
Reino de los cielos. Es para esto que ha venido Jesús y es éste el motivo
último de nuestra alegría, no tanto porque cure enfermedades y expulse
demonios.
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