(Ciclo
A – 2020)
El silencio es la nota dominante en Nochebuena, debido al
majestuoso ingreso de Dios, que es la eternidad en sí misma, en el tiempo. En la
liturgia, se dice así: “En el silencio que envolvía todo, mientras la noche
alcanzaba la mitad de su curso, tu Verbo omnipotente bajó del cielo, del trono
real” (Introito del Domingo II después de Navidad)[1]. En el
Portal de Belén, en la Nochebuena, Dios Padre hace que su Palabra, el Verbo
Eterno, descienda en el silencio de la noche y de los tiempos.
Por el contrario, para Epifanía, la majestuosa reyecía
del Dios celestial se manifiesta a los ojos del alma y de la Iglesia. En
épocas primitivas de la humanidad, la epifanía era la fiesta en la que se
celebraba la llegada del emperador; en sentido religioso, se le llamaba así
también a la manifestación o llegada de la divinidad. Para los antiguos, la
epifanía era la manifestación victoriosa del emperador.
A diferencia de la sociedad civil, que celebra el adviento
o epifanía de un emperador terreno, la Iglesia proclama el adviento o epifanía
del Rey de reyes y Señor de señores, del Kyrios, el Señor de la gloria, Cristo
Jesús y esto lo hace por medio de la liturgia, que alaba a su Rey que se
manifiesta como un Niño humano. Dice así la liturgia: “Venid
y ved, he aquí ha venido el Señor, el dominador; en sus manos están el reino y
el poder imperial”.
El Niño de Belén no es un niño más: es el Rey de reyes
anunciado en el Apocalipsis y es la razón por la cual los Reyes Magos acuden
ante su Presencia, se postran y lo adoran. En la Epifanía se celebra
la manifestación gloriosa del Emperador Victorioso, Cristo Jesús, que se
manifiesta en el esplendor de su gloria, a través de su Cuerpo de Niño recién
nacido, a su Iglesia. La escena de la Epifanía es la misa de Nochebuena y
Navidad; sin embargo, en Epifanía, la ciudad del Gran Rey, Cristo Jesús, ve su
manifestación visible: “apparuit”, apareció[2].
En Epifanía, la Iglesia se reviste con el esplendor de
la gloria de su Dios-Rey que se manifiesta ante ella y el mundo como Niño Dios.
En este día la Iglesia contempla -con la luz de la fe
y no con los ojos del cuerpo- con asombro, gozo y estupor, la luz de la gloria
divina que se irradia desde el Niño Dios.
A los ojos del espíritu humano y de la Iglesia, Esposa
Mística del Cordero, se revela una realidad espiritual, sobrenatural,
celestial, la divinidad de la gloria del Niño de Belén y en eso consiste la
esencia de la Epifanía.
En Epifanía la Iglesia canta con gozo indescriptible:
“Cristo apparuit”, esto es, Cristo apareció, se manifestó; así como en la
Antigüedad los emperadores romanos hacían su epifanía, su manifestación
gloriosa ante los hombres, así Cristo Dios se manifiesta glorioso, como Niño
pero también como Emperador Victorioso, ante los hombres, ante toda la
humanidad, representada en los Reyes Magos. Estos le traen como dones
oro, incienso y mirra, que representan la adoración, la oración y la
mortificación, aunque también son una representación de la divinidad del Niño
Emperador, de su Alma humana y de su Cuerpo humano, respectivamente.
Cristo Dios, el Emperador Victorioso, se manifiesta en
la humanidad sacratísima del Niño del Pesebre, en Navidad; en Epifanía, ese
mismo Niño de Belén se manifiesta como Dios hecho Niño, con la luz de su gloria
divina, luz que emana y brota de su Cuerpo de Niño pero que proviene de su Acto
de Ser divino trinitario. Con esa luz divina, Cristo en la
Epifanía ilumina a toda la Iglesia, dándole luz y al mismo tiempo vida divina y
santidad, porque la luz con la que el Niño Dios ilumina en Epifanía es la luz
de Dios Uno y Trino, Luz Inaccesible e Increada que resplandece eternamente en
el cielo y, a partir de Navidad y Epifanía, también en la tierra.
La Epifanía –el “aparecer”, el “manifestarse”- de la
divinidad a través del Niño Dios consiste entonces en la iluminación que la
Iglesia y toda alma de buena voluntad recibe a través del Niño del Pesebre; una
luz interior, celeste, pneumática, sobrenatural, que vivifica y santifica a
todo aquel al que ilumina.
Epifanía es por lo tanto una fiesta luminosa,
caracterizada por la luz divina que brota del Cuerpo del Niño de Belén: es luz
eterna, la luz que brota de su Ser divino trinitario y que en Epifanía se
derrama sobre toda la Iglesia y sobre toda la humanidad. La
Iglesia, así iluminada, contempla con gozo la gloria del Niño Dios, “gloria
como de Unigénito del Padre”[3].
Navidad y Epifanía
entonces forman un todo, en el que la Epifanía es como la interiorización, la
espiritualización y la divinización de la Navidad; es el desarrollarse y el
llegar a su culmen del misterio de la Navidad[4].
Por la solemnidad de Epifanía queda patente para la
Iglesia que Aquel Niño que nació en Belén no es un niño humano más, sino
Cristo, el Mesías, el Kyrios, el Señor de la gloria y es a este Dios Encarnado
a quien, junto con los Reyes Magos, lo adoramos postrándonos ante su Presencia,
al tiempo que junto con el oro de la adoración, el incienso de la oración y la
mirra de la mortificación, le ofrecemos en don todo nuestro ser.
[1] Cfr. Casel, O., Presenza del mistero di Cristo, Editrice
Queriniana, Brescia 1995, 82.
[2] Cfr. Casel, ibidem, 83.
[3] Cfr. Casel, ibidem, 85.
[4] Cfr. Casel, ibidem, 86.
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