“Jesús increpó al espíritu inmundo y le dijo: “Cállate
y sal de él” (cfr. Mc 1, 21-28). Estando
Jesús en la sinagoga, en Cafarnaúm, se presenta un poseso, un hombre que estaba
poseído por un espíritu inmundo y comienza a gritar: “¿Qué quieres de nosotros,
Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de
Dios”. Jesús lo increpa y le ordena inmediatamente salir del poseso: “Cállate y
sal de él”. Obedeciendo a las palabras de Dios encarnado, el ángel caído sale
inmediatamente del poseso, dejándolo libre.
El episodio del Evangelio nos revela varios elementos:
por un lado, la existencia, presencia y actuación sobre los hombres, de los
ángeles caídos, de aquellos que ángeles que siguiendo a Lucifer en su rebelión
contra Dios, lucharon contra los ángeles de Dios y fueron expulsados del cielo;
otro elemento que nos revelan es que los ángeles caídos circulan por nuestro
mundo y que su objetivo no es otro que tomar posesión, para atormentar, a los
hombres, porque el Demonio odia al hombre en cuanto éste es imagen y semejanza
de Dios: puesto que a Dios nada puede hacerle, descarga toda su furia tomando
posesión de los hombres. Otro aspecto que nos revela el Evangelio es el poder
absoluto que tiene Jesucristo sobre estos espíritus inmundos, porque ante la
sola orden suya, el espíritu inmundo deja inmediatamente al hombre, quedando
éste liberado por la orden de Jesús. Es decir, Jesús exorciza a los demonios
con el solo poder de su voz, porque estos espíritus angélicos caídos reconocen,
en la voz de Jesús, a la potente voz del Creador y huyen inmediatamente. De aquí
se deriva otro aspecto que nos revela el Evangelio y es cómo los demonios
demuestran tener más fe en Jesús en cuanto Hombre-Dios y no en cuanto simple
profeta u hombre santo, porque le obedecen inmediatamente, a diferencia de
muchas cristianos que no creen en Jesús ni tienen fe en su Palabra y en sus
milagros.
“Cállate y sal de él”. El espíritu impuro reconoce, en
la voz humana de Jesús, a la potente voz
de Dios; de manera análoga, los cristianos deberían reconocer, en la débil voz
del sacerdote, la potente voz de Dios que, en la Santa Misa, convierte el pan y
el vino en su Cuerpo y en su Sangre y deberían, colmados de gozo y alegría,
postrarse ante la Presencia de Jesús Eucaristía.
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