(Domingo I - TC - Ciclo B – 2024)
La
Iglesia inicia el tiempo litúrgico de Cuaresma que comienza el Miércoles de
Ceniza y finaliza antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo, y está caracterizado por el ayuno, la abstinencia,
las obras de misericordia, y sobre todo el propósito de conversión al
Hombre-Dios Jesucristo, conversión que significa dejar atrás las cosas del
mundo para que en el corazón, colmado por la gracia santificante que nos
concede el Sacramento de la Penitencia, se convierta en morada santa del
Cordero de Dios, Jesucristo.
Como su nombre lo indica -Cuaresma viene de cuarenta-,
los cuarenta
días de Cuaresma recuerdan los cuarenta días que Jesús pasó en
el desierto antes de comenzar su ministerio público, eso explica por qué el
Evangelio corresponde al momento en el que el Espíritu Santo lleva a Jesús al
desierto para que haga ayuno y oración durante cuarenta días, además de ser
tentado por el Demonio; secundariamente, en Cuaresma se recuerdan también
los cuarenta años que los israelitas pasaron en el desierto mientras
buscaban la Tierra Prometida, cuarenta años que son un símbolo de nuestro paso
por la vida terrena, por el desierto de la vida, antes de llegar a la Jerusalén
celestial. Entonces, en Cuaresma la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo
recuerda principalmente su estadía en el desierto por cuarenta días, antes de
comenzar su ministerio público y en los que Jesús no comió ni bebió nada,
alimentándose solamente de la oración, debiendo además soportar y resistir las
acechanzas del Demonio.
Ahora
bien, para poder
aprovechar el tiempo de gracia que supone la Cuaresma, se debe considerar que
no es un simple “recuerdo” de lo que Jesús hizo en el desierto; no es una mera
“conmemoración”, no es una simple función de la memoria que trae al presente un
hecho pasado, aun cuando lo haga de forma piadosa y llena de fe. En la
Cuaresma, la Iglesia Católica, en su conjunto, además de conmemorar, de
recordar la estadía de Jesús en el desierto, “participa”, por el misterio de la
liturgia, de la Cuaresma de Jesucristo, de manera que es como si la Iglesia
fuese llevada, en el tiempo y en el espacio, al desierto, junto a Jesús, para
participar, para hacer lo mismo que hizo Jesús -orar, ayunar, hacer penitencia-
y para soportar los embates del Demonio, las tentaciones del Tentador, cuyo
único fin es la perdición eterna de las almas en el Infierno. Entonces,
“participar” es una acción mucho más profunda que simplemente “recordar”;
podemos decir que, al igual que Jesucristo, que es “llevado por el Espíritu
Santo al desierto”, también la Iglesia es llevada, real y místicamente, al
desierto, por el mismo Espíritu Santo, para que contemple a Jesús y para que
haga lo que Jesús, como Supremo Maestro de la humanidad, hace, es decir, orar,
ayunar, hacer penitencia y resistir, con la misma oración y con el ayuno, a las
tentaciones del Enemigo de Dios y de las almas. Esto quiere decir que todos y
cada uno de nosotros somos llevados al desierto, para estar al lado de Jesús,
para contemplarlo y para aprender de Él, para aprender a orar, a hacer ayuno,
penitencia, obras de misericordia y también para aprender a resistir a las
seducciones, trampas y tentaciones que el Demonio coloca en el camino de cada
alma para lograr perderla. Es de sentido común que decir “ser llevados al desierto
junto a Jesús”, no significa que nos debamos trasladar literalmente al
desierto, eso es obvio; significa que cada uno, en su estado de vida que le
corresponde, tiene la oportunidad, la gracia, de participar de la Cuaresma de
Jesús; esto quiere decir que, cuanto más se contemple a Jesús, tanto más se
aprenderá de Él el hacer oración, ayuno, penitencia, obras de caridad.
Independientemente de la profesión, de la edad, del estado de vida de cada
bautizado, ser llevados al desierto junto a Jesús para participar de su
Cuaresma es un don del Cielo, un regalo inmenso e inmerecido, porque nos enseña
a luchar contra nuestras pasiones depravadas, contra nuestros vicios y pecados
y nos enseña a desear ser santos, a llevar a Jesús en el corazón con el alma en
gracia, luego de hacer una buena confesión sacramental. Pero también es verdad
lo opuesto: el católico que en Cuaresma sigue espiritualmente como si nada
ocurriera, es decir, si continúa con su vida pagana, con sus inclinaciones a
las bajas pasiones, con su materialismo, no aprovechará nada de la Cuaresma y
así los cuarenta días serán cuarenta días perdidos para comenzar la conversión
a Cristo y lo que es peor, el Demonio lo seguirá sosteniendo firmemente con sus
garras, aprisionándolo sin que el alma ni siquiera se dé cuenta, porque como
dice Santa Teresa de Ávila, “para quienes viven en pecado mortal, el Demonio
les hace creer que esta vida terrena es para siempre” y así engañados, no
buscan ni buscarán nunca la conversión a Cristo, permaneciendo tristemente aferrados
al pecado y encadenados a Satanás. Quien viva la Cuaresma no solo sin hacer
penitencia, sino escuchando música profana, alcoholizándose, buscando fiestas
mundanas en la que Dios no está; o para quien no haga el sincero propósito de
combatir su pecado dominante -en algunos es la ira, en otros la lujuria, en
otros la pereza, y así sucesivamente-, para esos tales, la Cuaresma será una
pérdida de tiempo y lo que es peor aún, perderá todas las gracias que Dios, a
través de la Virgen, tenía pensado concederle para que ganara la vida eterna en
el Cielo, dirigiendo su alma al Reino de las tinieblas y no al Reino de Dios.
Tomemos conciencia de lo que significa la Cuaresma,
aprovechemos este tiempo de gracia para que verdaderamente comencemos el
proceso de conversión que nos llevará a desear tener en el corazón a Jesús
Eucaristía en esta vida y a adorar a Jesús Eucaristía, al Cordero de Dios, en
la vida eterna.
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