(Domingo V - TO - Ciclo B – 2024)
“Recorrió
toda la Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando demonios” (Mc
1, 29-39). En el párrafo del Evangelio de hoy, se destacan dos actividades de
Nuestro Señor Jesucristo, desde el inicio del párrafo hasta el final; son
solamente dos actividades, y lo que llama la atención es que el Evangelio las
resalta a lo largo de toda la narración. Estas dos únicas actividades de
Nuestro Señor y que el Evangelio repite desde el principio al fin, son: curar
enfermos y expulsar demonios. Comienza con una primera curación personal, la
suegra de Pedro, que estaba con fiebre y en cama, es la primera mención; luego
sigue una segunda mención: “cuando se puso el sol, le llevaron todos los
enfermos y endemoniados (…) Curó a muchos enfermos y expulsó muchos demonios”;
finaliza con una tercera mención, haciendo referencia implícita a la de curar
enfermos, agregando la de la predicación y continuando con la de expulsar
demonios: “Recorrió toda la Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando
demonios”. Es llamativa la insistencia del Evangelista, quien insiste en
remarcar estas dos actividades de Jesús, dejando en un segundo plano otras que
podrían considerarse más importantes, como la predicación de la Buena Noticia, a
la que agrega al final, o la realización de milagros portentosos, como la
resucitación de muertos, o el perdón de los pecados, como sucede en otros
pasajes de la Escritura.
Entonces, el Evangelista se detiene principalmente en
estas dos actividades de Jesús: la curación de las enfermedades y la expulsión
de demonios. La razón puede deberse a que precisamente la enfermedad -junto con
el dolor y la muerte que suelen acompañarla-, más la actividad demoníaca que
perturba al hombre, son las consecuencias más directas de la Caída Original de
Adán y Eva, luego del Pecado Original. La Escritura dice: “Dios no creó la muerte;
la muerte entró por la envidia del Diablo”[1],
el Diablo, el Tentador, quien, por medio de la seducción y la tentación, hace
perder la gracia santificante y la amistad con Dios a Adán y Eva y con ellos a
toda la humanidad y a partir de allí, la humanidad experimenta la enfermedad,
el dolor, la muerte, además de la constante acechanza perversa del Demonio que
busca arrastrar al hombre caído a los abismos del Infierno.
Como la
enfermedad -el dolor, la muerte- y la perturbación demoníaca -percibida o no
percibida- son las consecuencias más notables, por así decir, percibidas por el
hombre, Jesús se dedica a contrarrestarlas, curando las enfermedades y
realizando exorcismos, como medio de preparación para la recepción de la
gracia, es decir, la curación de enfermedades y la expulsión de demonios no son
la Buena Noticia, sino los prolegómenos de la misma, son los que preparan el
camino para recibir la gracia.
La
enfermedad entonces tiene un origen preternatural, como vimos, porque se
origina en la actividad demoníaca sobre Adán y Eva, lo cual no quiere decir que
todo enfermo sea un poseso, eso sería un absurdo. Pero sí se debe tener en
cuenta que el origen está en el Pecado Original. También el origen de muchos
males de la humanidad está en la actividad demoníaca, que actúa sobre los
hombres, seduciéndolos y conduciéndolos al mal. En nuestros días, el mayor
triunfo del Demonio es hacer creer que no existe, pero no es eso lo que nos
dicen Nuestro Señor y los santos. Santa Verónica Giuliani describe así una
experiencia mística que tuvo cuando, en vida terrena, fue llevada al Infierno
para que diera testimonio de su existencia. Dice así la santa: “En
un momento, me encontré en un lugar oscuro, profundo y pestilente; escuché
voces de toros, rebuznos de burros, rugidos de leones, silbidos de serpientes,
confusiones de voces espantosas y truenos grandes que me dieron terror y me
asustaron. También vi relámpagos de fuego y humo denso. ¡Despacio! que todavía
esto no es nada. Me pareció ver una gran montaña como formada toda por mantas
de víboras, serpientes y basiliscos entrelazados en cantidades infinitas; no se
distinguía uno de las otras. Se escuchaba por debajo de ellos maldiciones y
voces espantosas. Me volví a mis Ángeles y les pregunté qué eran aquellas
voces; y me dijeron que eran voces de las almas que serían atormentadas por
mucho tiempo, y que dicho lugar era el más frío. En efecto, se abrió enseguida
aquel gran monte, ¡y me pareció verlo todo lleno de almas y demonios! ¡En gran
número! Estaban aquellas almas pegadas como si fueran una sola cosa y los
demonios las tenían bien atadas a ellos con cadenas de fuego, que almas y
demonios son una cosa misma, y cada alma tiene encima tantos demonios que
apenas se distinguía. El modo en que las vi no puedo describirlo; sólo lo he
descrito así para hacerme entender, pero no es nada comparado con lo que es. Fui
transportada a otro monte, donde estaban toros y caballos desenfrenados los
cuales parecía que se estuvieran mordiendo como perros enojados. A estos animales
les salía fuego de los ojos, de la boca y de la nariz; sus dientes parecían
agudísimas espadas afiladas que después reducían a pedazos todo aquello que les
entraba por la boca; incluso aquellos que mordían y devoraban las almas. ¡Qué
alaridos y qué terror se sentía! No se detenían nunca, fue cuando entendí que
permanecían siempre así. Vi después otros montes más despiadados; pero es
imposible describirlos, la mente humana no podría nunca nuca comprender. En
medio de este lugar, vi un trono altísimo, larguísimo, horrible ¡y compuesto
por demonios! Más espantoso que el infierno, ¡y en medio de ellos había una
silla formada por demonios, los jefes y el principal! Ahí es donde se sienta
Lucifer, espantoso, horroroso. ¡Oh Dios! ¡Qué figura tan horrenda! Sobrepasa la
fealdad de todos los otros demonios; parecía que tuviera una capa formada de
cien capas, y que ésta se encontrara llena de picos bien largos, en la cima de
cada una tenía un ojo, grande como el lomo de un buey, y mandaba saetas
ardientes que quemaban todo el infierno. Y con todo que es un lugar tan grande
y con tantos millones y millones de almas y de demonios, todos ven esta mirada,
todos padecen tormentos sobre tormentos del mismo Lucifer. Él los ve a todos y
todos lo ven a él. Aquí, mis Ángeles me hicieron entender que, como en el
Paraíso, la vista de Dios, cara a cara, vuelve bienaventurados y contentos a
todos alrededor, así en el infierno, la fea cara de Lucifer, de este monstruo
infernal, es tormento para todas las almas. Ven todas, cara a cara el Enemigo
de Dios; y habiendo para siempre perdido Dios, y no tenerlo nunca, nunca más
podrán gozarlo en forma plena. Lucifer lo tiene en sí, y de él se desprende de
modo que todos los condenados participan de ello. Él blasfema y todos
blasfeman; él maldice y todos maldicen; él atormenta y todos atormentan. - ¿Y
por cuánto será esto?, pregunté a mis Ángeles. Ellos me respondieron: - Para
siempre, por toda la eternidad. ¡Oh Dios! No puedo decir nada de aquello que he
visto y entendido; con palabras no se dice nada. Aquí, enseguida, me hicieron
ver el cojín donde estaba sentado Lucifer, donde eso está apoyado en el trono.
Era el alma de Judas. Y bajo sus pies había otro cojín bien grande, todo
desgarrado y marcado. Me hicieron entender que estas almas eran almas de
religiosos; abriéndose el trono, me pareció ver entre aquellos demonios que
estaban debajo de la silla una gran cantidad de almas. Y entonces pregunte a
mis Ángeles: - ¿Y estos quiénes son? Y ellos me dijeron que eran Prelados,
Jefes de Iglesia y de Superiores de Religión. ¡Oh Dios!!!! Cada alma sufre en
un momento todo aquello que sufren las almas de los otros condenados; me
pareció comprender que ¡mi visita fue un tormento para todos los demonios y
todas las almas del infierno! Venían conmigo mis Ángeles, pero de incógnito
estaba conmigo mi querida Mamá, María Santísima, porque sin Ella me hubiera
muerto del susto. No digo más, no puedo decir nada. Todo aquello que he dicho
es nada, todo aquello que he escuchado decir a los predicadores es nada. El
infierno no se entiende, ni tampoco se podrá aprender la acerbidad de sus penas
y sus tormentos. Esta visión me ha ayudado mucho, me hizo decidir de verdad a
despegarme de todo y a hacer mis obras con más perfección, sin ser descuidada.
En el infierno hay lugar para todos, y estará el mío si no cambio vida. ¡Sea
todo a gloria de Dios, según la voluntad de Dios, por Dios y con Dios!”[2]. De esto se deduce porqué
el Evangelista se detiene en el relato de los exorcismos de Jesús y porqué
Jesús realiza exorcismos y porqué nos advierte acerca del peligro mortal que
implica para nuestras almas no obedecer la Ley de Dios, porque quien no ama y
cumple la Ley de Dios, tiene ya puesto un pie en el Abismo en donde no hay
Redención, el Infierno.
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