(Domingo
XVIII - TO - Ciclo A – 2020)
“Tomó los cinco panes y los dos pescados” (Mt 14,
13-21). Jesús hace un milagro asombroso al multiplicar los panes y los peces
para alimentar a la multitud. En este milagro, Jesús crea y multiplica, de la
nada, todos los átomos y las moléculas que forman la materia de los panes y de los
peces. Cuando se lo contempla en sí mismo, es un milagro que provoca asombro,
porque se necesita una fuerza que supera las fuerzas creaturales, no sólo del
hombre sino también del ángel, para crear no sólo un átomo, sino átomos y
moléculas, las que componen los panes y los peces: la fuerza que se necesita
para hacer este milagro es una fuerza que no tiene límites y eso significa una
sola cosa: que la fuerza utilizada por Jesús para crear los átomos y las
moléculas de las materias de los panes y peces, es una fuerza que proviene de
Dios. Lo que demuestra el milagro de la multiplicación de panes y peces es que Jesús
tiene una fuerza en Sí mismo que no le es dada, sino que proviene de Sí mismo,
de su Acto de Ser divino y que por lo tanto, Jesús de Nazareth es Dios, ya que solo
Dios puede hacer un milagro como este, el crear átomos y moléculas materiales
de la nada.
Ahora bien, cuando se considera que Jesús es el mismo Dios
que creó el universo visible y el invisible -puesto que Jesús es Dios Hijo, la
Segunda Persona de la Trinidad-, vemos que el milagro asombroso de la
multiplicación de panes y peces queda reducido casi a la nada, porque es mucho
más asombrosa la creación del universo, no sólo del visible, sino también del
invisible, es decir, los ángeles. En otras palabras, Jesús multiplica panes y
peces y así demuestra que es Dios, creando la materia molecular de la nada,
pero esto ya lo había demostrado al inicio del tiempo, con la creación del
universo. Por eso, en realidad, aunque sea asombroso, no debe asombrarnos que
Jesús haga un milagro de esta magnitud, puesto que Él hizo antes, al inicio del
tiempo, como decíamos, un milagro inmensamente mayor, que requería mayor uso de
la omnipotencia divina, al crear el mundo visible y el mundo invisible de los
ángeles.
Pero si estos milagros, la multiplicación de panes y peces
y la creación del universo, nos asombran, hay un milagro que realiza la Iglesia
y es un milagro infinitamente más grande que la multiplicación de panes y peces
y la creación del universo y es un milagro que lo realiza la
Iglesia a través del sacerdocio ministerial: se trata del milagro de la conversión de
las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Por medio de este milagro, la Iglesia sacia, más que el hambre corporal con
panes y peces, el hambre del espíritu, porque nos concede la substancia
gloriosa del Cuerpo de Cristo Presente en la Eucaristía.
“Tomó los cinco panes y los dos pescados”. En vez de
alimentarnos con panes y peces para saciar nuestra hambre corporal, la Iglesia,
al multiplicar la Presencia sacramental del Hijo de Dios en la Eucaristía por
la transubstanciación, nos alimenta el espíritu con la Carne del Cordero y con
el Pan de Vida Eterna, Jesús Eucaristía.
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