“Jamás
se vio nada igual en Israel” (Mt 9, 32-38). Jesús hace dos milagros que
dejan estupefactos a los asistentes: cura a un mudo y expulsa a un demonio y
esto, no invocando el poder de Dios, sino usando el poder de Dios como saliendo
de Él mismo, es decir, Jesús actúa no como un hombre santo a quien Dios acompaña
con sus prodigios, sino que actúa como Dios encarnado, porque los prodigios los
hace con el solo poder de su voz. Esto es lo que lleva a que los asistentes a
sus prodigios exclamen asombrados: “Jamás se ha visto nada igual en Israel”.
Esta
exclamación significa mucho, porque Israel había sido destinataria y testigo de
innumerables prodigios de parte de Dios, como por ejemplo, la apertura de las aguas
del Mar Rojo, la lluvia del maná caído del cielo, la surgente del agua de la
roca en pleno desierto, y como estos, muchísimos milagros más. Pero jamás se
había visto en Israel que un hombre obrara como Dios, curando enfermos y
expulsando demonios con el solo poder de su voz. Los israelitas son espectadores
privilegiados de la acción del Hombre-Dios Jesucristo y esto los lleva a la
admiración.
“Jamás
se vio nada igual en Israel”. Ahora bien, no solo los israelitas son
espectadores privilegiados de milagros divinos: nosotros, cada vez que
asistimos a la Santa Misa, somos testigos, por la fe de la Iglesia, del milagro
más grande de todos los milagros; un milagro que opaca y reduce casi a la nada
la curación de enfermos y la expulsión de demonios y es por eso el Milagro de
los milagros y es el obrado por la Santa Madre Iglesia, por intermedio del
sacerdote ministerial, la transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre
del Señor. Es por esto que nosotros, colmados de asombro y estupor decimos,
parafraseando a los discípulos de Jesús y postrados en adoración ante la Eucaristía:
“Jamás se ha visto una Iglesia, como la Católica, que obre un milagro así, la
conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del
Señor Jesús”.
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