“Amen
a sus enemigos, para que sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 43-48). Jesús da un mandamiento
verdaderamente nuevo y es el que explica que la religión de Jesús sea una
religión de origen celestial y no puramente humana: amar a los enemigos. El hecho
de “amar a los enemigos”, de “orar por los que nos hacen el mal”, en vez de
buscar justicia y venganza, es lo que distingue a la religión católica de
cualquier otra religión. Jesús da la razón del porqué amar a los enemigos:
porque así seremos “verdaderamente hijos del Padre que está en los cielos”. Amar
a los enemigos no es un comportamiento ni meramente afectivo ni simbólico ni
metafórico y tiene una relación directa con Dios Padre y con Dios Hijo: es
realmente participar del amor con el que el Padre y el Hijo nos aman desde la
cruz. Es decir, el cristiano debe amar a sus enemigos, porque tanto el Padre
como el Hijo concedieron su amor y su perdón a cada uno de los hombres, siendo
ellos sus enemigos, porque crucificaban a Dios Hijo con sus pecados. Quien ama
a sus enemigos, imita a Dios Padre, que amó a los hombres, sus enemigos, que
crucificaban a su Hijo e imita también a Dios Hijo, que perdonó a los que le
quitaban la vida, sus enemigos, pidiendo el perdón divino para ellos.
“Amen
a sus enemigos, para que sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. Es
imposible cumplir este mandamiento si no es por medio de la gracia: es la
gracia la que perfecciona al alma, concediéndole la facultad de perdonar y amar
a sus enemigos, así como el Padre y el Hijo perdonaron a los hombres, siendo
estos sus enemigos, en el Calvario. Quien ama a sus enemigos por la gracia, se
acerca a la perfección que esta concede y así imita al Padre, que es perfecto.
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