“La
vida eterna es que te conozcan a ti eterno Dios y tu enviado Jesucristo” (Jn 17, 1-11a). Todos tenemos experiencia
de lo que es la vida terrena, porque todos tenemos experiencia de lo que es el
tiempo -medido en segundos, días, horas, etc.- y el espacio -mediante el cual ocupamos un lugar-, características propias de esta vida terrena. Sin embargo,
ninguno de nosotros tiene experiencia de vida eterna, porque la vida eterna es
substancialmente distinta a la vida terrena. Si no sabemos en qué consiste la
vida eterna, nos lo dice Jesús: consiste en conocer al Padre, origen Increado
de la Trinidad, y al Hijo Unigénito encarnado, Jesús de Nazareth, su enviado. El
conocimiento de ambos conduce a la vida eterna, porque conocer el Ser de Dios
Trino implica que Dios hace partícipes de su Vida eterna, absolutamente eterna,
a quien lo conozca. Quien se esfuerce por conocer al Padre y al Hijo, en el
Amor del Espíritu Santo, ese tal vive la vida eterna, porque al conocer, o al
menos intentar conocer a Dios Trino, en este proceso de acercamiento
cognoscitivo y afectivo, Dios se da a Sí mismo, porque se deja encontrar por
quien lo busca. Y como Dios es un Dios Viviente, un Dios de vivos y no de
muertos, quien se acerca a Él, recibe su Vida eterna, aun viviendo en esta
tierra. Así lo proclama Pedro: “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.
“La
vida eterna es que te conozcan a ti eterno Dios y tu enviado Jesucristo”. El
conocimiento del Padre y del Hijo, en el Amor del Espíritu Santo, no es un
conocimiento abstracto, sino concreto y real y se da en la oración, en los
actos de fe y, sobre todo, en la adoración eucarística y en la Sagrada Comunión
Eucarística, porque ahí es donde Dios se brinda con todo su Ser divino y con su
Ser divino nos comunica su vida eterna. Quien hace oración, quien comulga en
estado de gracia, aunque no se dé cuenta ni se percate de ello, tiene la vida
eterna en sí, en su corazón y en su alma, en germen, transmitido por la gracia,
la fe, la oración y la comunión eucarística.
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