(Ciclo
C – 2019)
La Solemnidad de Corpus Christi se originó en un milagro eucarístico: en la
localidad de Orvieto-Bolsena, durante la consagración -es decir, en el momento
en el que el sacerdote pronuncia las palabras de la transubstanciación-, el pan
se convirtió en un trozo de músculo cardíaco sangrante y esta sangre fue tan
abundante, que llenó el cáliz, lo rebalsó y manchó el corporal. Este milagro
era la respuesta del cielo ante la crisis de fe del sacerdote que celebraba la
misa, el cual, si bien era un buen sacerdote, piadoso y devoto, sin embargo
tenía dudas acerca de lo que la Iglesia enseña sobre la Eucaristía, esto es,
que por las palabras de la consagración el pan se convierte en el Cuerpo de
Cristo y el vino en su Sangre. Como el sacerdote tenía dudas de fe, el cielo
decidió realizar este milagro, para que se viera de forma visible lo que sucede
de modo invisible: invisiblemente, insensiblemente -es decir, sin ser captados
por los sentidos-, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la
consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, se produce un milagro
que se llama “transubstanciación”, por el cual las substancias del pan y del
vino se convierten en las substancias del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Esto es
lo que sucede, en cada Santa Misa, de modo invisible, sin que nosotros nos
percatemos sensiblemente de ello. Pero por el hecho de que no lo veamos, no
quiere decir que no ocurra. La Santa Misa es un misterio sobrenatural,
inalcanzable para los sentidos y también para la razón, puesto que solo por la
razón iluminada con la luz de la fe se puede llegar a aceptar la realización
del milagro de la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo
y la Sangre de Cristo. Teniendo esto en cuenta, podemos decir que en Bolsena se
produjo un milagro dentro de un milagro, y el milagro principal no fue que el
pan se convirtiera en músculo cardíaco visible y el vino en sangre; el milagro principal
ocurre en cada Santa Misa, porque en cada Santa Misa se produce el milagro de
la transubstanciación, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la
consagración. Es decir, en cada Santa Misa se produce el Milagro de los
milagros, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor y
esto sucede de modo invisible, pero real; lo que sucedió en Orvieto-Bolsena es
que, en este caso, se produjo un milagro visible, además del milagro invisible:
lo que sabemos sólo por la fe, en Orvieto-Bolsena se hizo visible y así el
sacerdote y los fieles pudieron comprobar, con sus propios ojos, cómo el pan se
convertía en el Corazón de Cristo y el vino en su Sangre Preciosísima.
Entonces, cuando asistamos a Misa, recordemos el milagro que dio origen a la Solemnidad y procesión de Corpus Christi, pero sepamos que, aunque no vuelva a producirse un
milagro similar, esto es, la aparición visible del Cuerpo y la Sangre de Jesús,
esta conversión sucede, realmente, de modo milagroso, aun cuando no seamos
capaces de observarla con los sentidos. Cuando asistamos a Misa, recordemos el
milagro de Orvieto, pero sepamos que ese mismo milagro sucede, invisiblemente,
por las palabras de la consagración en cada Santa Misa y sepamos que no tenemos necesidad de que
vuelva a producirse un milagro visible: basta con que se haya producido una
vez, para que esto confirme lo que la Iglesia nos enseña en su Magisterio: que
por las palabras de la consagración el pan se convierte en el Corazón
Eucarístico de Jesús y el vino en su Sangre.
Por último, recordemos otro elemento importante del Milagro de la Santa Misa:
cuando decimos que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, tengamos en cuenta que ese Cuerpo y esa Sangre pertenecen a una
Persona, Jesús de Nazareth, el Verbo de Dios encarnado, de manera tal que
cuando comulgamos su Cuerpo y bebemos su Sangre en la Eucaristía, no recibimos
a un Cuerpo y a una Sangre que no pertenecen a nadie, sino que son el Cuerpo y
la Sangre que pertenecen a la Persona del Hijo de Dios: en otras palabras, la
Dueña de ese Cuerpo y de esa Sangre es la Segunda Persona de la Trinidad, Dios
Hijo y es esto lo que comulgamos, el Cuerpo y la Sangre de la Persona y, con
ellos, a la Persona en Sí misma. Esto quiere decir que cuando el sacerdote, al
presentar la Hostia consagrada al fiel para que comulgue dice: “El Cuerpo de
Cristo”, está diciendo en realidad: “Lo que estás por recibir en tu cuerpo y en
tu corazón es a la Segunda Persona de la Trinidad, Dios, Hijo de Dios encarnado,
Cristo Jesús; al comulgar el Cuerpo de Cristo, estás por hacer ingresar en tu
alma al Cordero de Dios, Jesús de Nazareth; por lo tanto, prepara tu corazón,
ábrele las puertas de tu corazón, haz de tu corazón un trono, un altar y un
sagrario, en donde Cristo Jesús, que ingresa en tu alma por la Eucaristía, sea
adorado y amado de forma exclusiva, en el tiempo y en la eternidad”. Cuando
comulgamos, no comulgamos una “cosa”, es decir, un cuerpo y una sangre que
están aislados, sin pertenecer a nadie: comulgamos y recibimos en nuestros
corazones al Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la
Eucaristía, para que nos alimentemos de su Cuerpo y de su Sangre
sacramentados.
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