(Ascensión
del Señor - Ciclo A - 2023)
Cuarenta
días después de la gloriosa resurrección de Jesús, Nuestro Señor asciende al
cielo según las Escrituras (Hch 1, 6-11), Ascensión que también la
afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (párrafo 665): “La
Ascensión de Cristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el
dominio celestial de Dios[1]; esta humanidad, mientras
tanto, lo esconde de los ojos de los hombres (cfr. Col 3, 3)”[2]. También el Catecismo nos
enseña que, ya resucitado, glorioso y ascendido, Jesús regresará nuevamente, en
su Segunda Venida, esta vez gloriosa, “de donde vendrá de nuevo (cfr. Hch
1,11)”[3] para juzgar a vivos y
muertos en el Día del Juicio Final.
La
Ascensión del Señor se integra en el Misterio de la Encarnación, siendo su
momento conclusivo y es como un “cierre”, por así decir, de esta etapa del
misterio salvífico: procediendo eternamente del seno de Dios Padre, Dios Hijo
se encarna, sufre la Pasión, muere en cruz, resucita, se aparece a sus
discípulos y luego regresa de donde vino, asciende a los cielos, ya resucitado
y glorioso, en donde se encuentra “a la diestra de Dios Padre”, como decimos en
el Credo. La Ascensión del Señor es el penúltimo momento del misterio pascual,
antes de la donación del Espíritu Santo en Pentecostés. Con la Ascensión de la
humanidad glorificada del Hijo de Dios, conmemorada en el misterio litúrgico,
adorada por los ángeles, nosotros somos también unidos por la gracia a esta
alabanza eterna de los ángeles a Cristo Dios y así Cristo Dios es adorado en el
cielo, por los ángeles y santos y en la tierra, por la Iglesia Militante.
Jesús
resucitado y glorioso asciende para mostrarnos el camino que debemos seguir y adónde
debemos llegar por medio de este camino: el camino que debemos seguir es el
Camino Real de la Cruz, el Via Crucis y a través de este camino debemos
llegar a nuestro destino final que es el seno eterno del Padre. Entonces, para
llegar a ese destino, debemos indefectiblemente unirnos a Cristo crucificado por
la gracia santificante para así ser elevados con Él, como Cuerpo suyo Místico,
al seno del Padre.
Jesús asciende glorioso a los cielos y su Humanidad Santísima es incorporada al
seno del Padre, desde donde reina por toda la eternidad; sin embargo, al mismo
tiempo que asciende, Jesús tiene que cumplir la promesa que había hecho a su
Iglesia Naciente y a la Iglesia de todos los tiempos: “Yo estaré con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo”. Para hacer estas dos cosas, es decir,
para Ascender al Padre y así mostrarnos el camino que debemos seguir si
queremos subir al Reino de los cielos, Jesús Asciende, con su Humanidad
gloriosa y resucitada y para quedarse entre nosotros y así cumplir su promesa,
al mismo tiempo que sube, se queda en el seno de su Iglesia, con su Cuerpo y
Sangre glorificados y resucitados, en el Santísimo Sacramento del altar, la
Sagrada Eucaristía.
Un
aspecto que debe tenerse en cuenta es que la Ascensión de Jesús a los cielos da
al misterio de la vida cristiana una nueva luz, una luz que se origina en el
Ser divino trinitario y por Cristo ilumina nuestra vida como cristianos y que
ilumina un nuevo horizonte, que no es ya la tierra, sino la eternidad del Reino
de Dios: el cristiano vive en el mundo, pero no es del mundo, porque mira
permanentemente su destino final, que es el Reino de los cielos, que es adonde Cristo
ha ascendido, precediéndonos. La Ascensión nos indica que esta vida terrena y
este mundo temporal es solo un momento, es solo la etapa previa de nuestro
destino final, el Reino de Dios. Y en este peregrinar por la historia humana
hacia la Jerusalén celestial, el cristiano -la Iglesia- es alimentado por el
Pan de los Ángeles, el Pan Vivo bajado del Cielo, Nuestro Señor Jesucristo
oculto, en apariencias de pan, en la Sagrada Eucaristía.
La
Ascensión del Señor determina entonces la doble condición de la vida cristiana:
por un lado, la vida del cristiano se orienta a las realidades temporales,
porque vive en el tiempo y en la historia, pero simultáneamente el cristiano
está orientado a las realidades eternas, porque está en el mundo, pero “no es
del mundo”, ya que el destino final de todo cristiano es la eternidad del Reino
de los cielos. Por esto la vida en la Iglesia se caracteriza tanto por la
acción del apostolado, como por la contemplación de la oración.
Cristo,
al ser levantado en alto en el Monte Calvario, atrae a todos los hombres hacia
Sí venciendo a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado
y la Muerte; al resucitar y al ascender, envía junto al Padre al Espíritu de la
Verdad, el Divino Amor, el Espíritu vivificador, el Espíritu Santo, sobre sus
discípulos, convirtiéndolos, por medio de su Espíritu, en su Cuerpo Místico que
es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha
del Padre, Cristo actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su
Iglesia y por Ella unirlos a sí más estrechamente y, alimentándolos con su
propio Cuerpo y Sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa[4].
De
esta manera, nuestra Santa Fe Católica nos dice cuál es el sentido de nuestro
paso por la tierra, nos dice cuál es el sentido de la existencia humana en el
tiempo y en la historia[5] y ese sentido es
peregrinar por la historia y el tiempo hacia la eternidad del Reino de Dios,
aunque no de cualquier manera, sino unidos a Cristo en la cruz por la fe, por
la gracia y por el Divino Amor; solo así, en la unión con Cristo Redentor,
seremos ascendidos a los cielos al finalizar nuestro peregrinar por el tiempo y
la historia.
Estamos
en esta vida para ser ascendidos en la gloria unidos a Nuestro Redentor, para
ello, debemos vivir en el tiempo vivificados por la gracia santificante, gracia
que se convertirá en gloria divina si morimos en gracia. No hagamos caso omiso
del plan de salvación que Dios tiene para nosotros en Cristo Jesús, glorificado
en los cielos a la diestra del Padre y adorado en la tierra en el Santísimo
Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía.
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