“La
paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27-31a). En el transcurso de la
Última Cena, Jesús les anuncia su próxima muerte a través del sacrificio de la
cruz, sacrificio por el cual habría de glorificar a la Trinidad y de salvar a
la humanidad. Este anuncio de Jesús, el de su próxima muerte, provoca un intenso
impacto emocional entre los Apóstoles; les provoca angustia y también mucho
temor y es aquí en donde Jesús, para tranquilizar a sus Apóstoles, pero también
para toda la Iglesia de todos los tiempos, les anuncia que, entre tantos dones
que nos deja, nos deja su paz, que es la paz de Dios: “La paz os dejo, mi paz
os doy”. De este modo, Jesús trae la calma a los corazones de los Apóstoles,
sobresaltados y acongojados por el anuncio de la próxima muerte de Jesús, pero este
don de la paz no es solo para los Apóstoles, sino para su Iglesia en todos los
tiempos de la historia humana, hasta el fin del mundo, hasta el fin de la historia.
La paz que nos da Jesús es la verdadera paz, la paz interior, espiritual; es
una paz que se origina en su Ser divino trinitario, porque Él es la Paz
Increada y nos hace partícipes de su paz a través de la gracia. La paz de Jesús
verdaderamente pacifica al alma porque proviene de Dios Trinidad y porque proviene
de Dios, es verdadera y espiritual, puesto que esta paz viene por la Sangre de
Cristo, Sangre que, al lavar y quitar la mancha del pecado de nuestras almas,
nos pacifica, porque nos quita aquello que nos enemista con Dios, que es el
pecado.
Ahora
bien, Jesús no solo les concede el don de la paz, sino también el de la
fortaleza, porque cuando les dice que no se acobarden -“No tiemble vuestro
corazón ni se acobarde”-, les concede al mismo tiempo su misma fortaleza, su
misma fuerza, la fuerza de Dios, la fuerza que proviene de la Cruz y de la
Eucaristía.
Si
el alma, arrodillada a los pies de la Cruz, postrada ante Jesús Eucaristía, es
cubierta por la Sangre de Cristo, con esta Sangre del Cordero se le concede
tanto la paz de Cristo, como la fortaleza de Cristo, el Hombre-Dios.
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