“Uno de ustedes me va a traicionar” (cfr. Jn
13, 16-20). Luego de lavarles los pies a sus Apóstoles y cuando ya están todos
sentados alrededor de la mesa, en la Última Cena, Jesús les dice algo que los
entristece. Primero, al lavarles los pies, lo que quiere Jesús es dejarles a
los discípulos es la enseñanza de que unos a otros deben prestarse servicios
mutuamente, aun en las cosas más humildes. Jesús les dice que no es el conocer
que deben servirse mutuamente, sino el poner en práctica tales ejemplos, lo que
hará la felicidad de los discípulos verdaderos. Con este ejemplo y con esta
enseñanza, los discípulos experimentan felicidad, pero acto seguido esa
felicidad se cambiará en un sombrío estado, al denunciar Jesús que uno de entre
ellos lo traicionará: “Uno de ustedes me traicionará”. Jesús revela el hecho de
la traición, pero no dice quién es la persona que lo traicionará. El mismo Jesús
había elegido a los discípulos para que fueran sus Apóstoles y no es que Jesús
no lo supiera; Él lo sabía y por eso dice: “Tiene que cumplirse la Escritura: El
que compartía mi pan me ha traicionado”. El texto que cita Jesús es el del
Salmo 40 (41) 10: se trata de la traición de Ajitofel, comensal y consejero
íntimo de David, traición que por su brutalidad se describe como el cocear de
un caballo contra su dueño. En este caso, Ajitofel, el que traiciona a David,
es figura de Judas Iscariote, quien traicionó a Jesús por treinta monedas de
plata[1].
A su vez, Jesús anuncia lo que va a ocurrir, para que
esto sirva como una señal de su divinidad, ya que usa el mayestático “Yo Soy”,
es decir, el nombre con el que los hebreos conocían a Dios: “Para que cuando
suceda (la traición) creáis que Yo Soy”. En otras palabras, les dice: “Para que
cuando suceda (la traición) creáis que Yo Soy el Hijo de Dios, el Mesías”.
“Uno de ustedes me va a traicionar”. En épocas de
persecución, muchos cristianos han cedido a la presión de los perseguidores y
han traicionado a Jesús y a su Iglesia; perseverar en la fe y en las buenas
obras, aun a costa de la vida terrena, es una gracia que Dios la concede a
quien Él más ama; pidamos entonces la gracia de no ser nosotros los traidores,
en caso de persecución.
[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentarios a la Sagrada Escritura,
Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 746.
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