(Domingo II - TC - Ciclo C – 2019)
“Mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc
9, 28b-36). Jesús sube al Monte Tabor con Santiago, Pedro y Juan y allí, ante
su presencia, se transfigura, es decir, su rostro, su cuerpo y sus vestiduras
se vuelven más resplandecientes que el sol, porque dejan traslucir la gloria
divina. La Transfiguración del Monte Tabor se explica por la constitución
íntima del Hombre-Dios: Él no es un hombre más entre tantos, ni un hombre
santo, que recibe la santidad extrínsecamente, desde lo alto: Él es Dios tres
veces Santo; Él es la Santidad Increada, que ha recibido de su Padre Dios,
desde la eternidad, el Ser divino y la Naturaleza divina y por eso la gloria
que ahora se trasluce en el Monte Tabor, es la gloria que le pertenece desde
toda la eternidad, al haber sido engendrado, no creado, en el seno del Padre,
desde toda la eternidad. En el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz
celestial y la luz, en el lenguaje bíblico, es sinónimo de gloria. Jesús
resplandece con la luz de la gloria que Él en cuanto Dios Hijo posee desde la
eternidad, recibida del Padre. Ahora bien, hay que considerar que si la
manifestación de la gloria en el Tabor es un milagro, el esconder la gloria durante
toda su vida terrena es un milagro aun mayor, y eso es lo que hace Jesús desde
su Nacimiento virginal hasta su muerte. Solo en dos momentos manifiesta su
gloria de modo visible: en la Epifanía y en el Monte Tabor; luego hace un
milagro más grande, que es ocultar su gloria y su resplandor visible: en realidad,
desde su Concepción y Nacimiento, Jesús debía aparecer visiblemente como en el
Tabor y la Epifanía, pero como el cuerpo glorioso no puede sufrir, Jesús hace
un milagro más grande aun y oculta su gloria visible, apareciendo a los ojos de
los hombres como un hombre más entre tantos, para poder sufrir la Pasión. Es decir,
si Jesús vivía como glorificado, puesto que el cuerpo glorificado no puede
sufrir, entonces no habría podido sufrir la Pasión: por esta razón oculta su
gloria y solo la manifiesta brevemente, antes de la Pasión, en el Tabor.
Ahora
bien, este hecho, el resplandecer de Jesús con la gloria divina en el Monte
Tabor, no se explica sin el origen eterno de Jesús en cuanto Dios, pero tampoco
se explica sin la presencia de Jesús en otro monte, el Monte Calvario, el
Viernes Santo. En el Monte Calvario, Jesús estará recubierto, no de la luz y de
la gloria celestial, sino que estará recubierto por su propia Sangre; su
revestimiento no será la luz de la divinidad, sino la Sangre de su humanidad,
que brotará de sus heridas abiertas y sangrantes. Si en el Monte Tabor se
contempla la majestuosidad de su divinidad, en el Monte Calvario se contempla
la debilidad de nuestra humanidad; si en el Monte Tabor Jesús Rey de cielos y
tierra se recubre de un manto de luz, en el Monte Calvario Jesús, Rey de los
hombres, se reviste de un manto púrpura, el manto rojo compuesto por su Sangre
Preciosa que brota a raudales de sus heridas abiertas. Si en el Monte Tabor es
Dios Padre quien glorifica al Hijo con la gloria que Él posee desde la
eternidad, en el Monte Calvario son los hombres quien, con sus pecados, lo
coronan con una corona de espinas y le ponen como cetro una caña, nombrándolo
como rey de los judíos y como rey de los hombres pecadores. Si en el Monte
Tabor Jesús resplandece con la luz que le otorga su Padre Dios en la eternidad,
en el Monte Calvario Jesús se recubre con la Sangre de las heridas infligidas
por los hombres pecadores; por esta razón, si el Tabor es obra de Dios, el
Calvario es obra de nuestras manos, porque fuimos nosotros, con nuestros
pecados, quienes lo cubrimos de heridas y lo coronamos de espinas, nombrándolo
nuestro Rey. El Monte Tabor entonces no se explica si no es a la luz del Monte Calvario.
Ahora bien, ¿cuál es la razón de la Transfiguración? ¿Por qué Jesús resplandece con la luz de su gloria en el Monte Tabor? La
razón de la transfiguración, dice Santo Tomás, es que Jesús resplandece como
Dios que es, con la luz de su gloria en el Tabor, para que cuando los
discípulos lo vean cubierto no de luz sino de sangre, en el Monte Calvario, no
desfallezcan y recuerden que ese Hombre que está padeciendo en el Monte
Calvario es el mismo Dios que resplandeció con su luz divina en el Monte Tabor
y así tengan fuerzas para también ellos llevar la cruz. Entonces, la gloria del
Monte Tabor no se entiende ni se debe contemplar si no es a la luz de la
ignominia del Monte Calvario: la luz con la cual Jesús se reviste en el Monte
Tabor es obra de Dios Padre, porque es Él quien le comunica de su luminoso Ser
divino trinitario desde toda la eternidad y que ahora trasluce en el Tabor; en
el Monte Calvario, Cristo Jesús se reviste, en vez de blanca luz, de rojo brillante
y fresco, el rojo de su propia Sangre; es la Sangre que brota de sus heridas
abiertas, provocadas por nuestros pecados. Si el Monte Tabor es obra del Padre,
el Monte Calvario es obra de la malicia de nuestros corazones, porque son
nuestros pecados los que hacen que Jesús en el Monte Calvario se revista con el
manto rojo que es la Sangre que brota de sus heridas.
“Su
rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la
luz”. Dios Padre viste a Cristo de luz de gloria en el Tabor; de parte nuestra,
a causa de nuestros pecados, revestimos a Cristo con golpes y lo cubrimos de
heridas que se abren y dejan escapar su Sangre Preciosísima. Cada pecado es una
herida abierta en el Cuerpo de Jesús; cada pecado abre una herida en el Cuerpo
de Jesús, de la cual mana Sangre como si fuera una fuente y contribuye a que
Jesús se revista con un manto preciosísimo, no de luz, como en el Tabor, sino
compuesto por su Sangre. Con cada pecado, lo coronamos de espinas, lo
flagelamos, lo crucificamos, perpetuamos su agonía, le damos muerte de cruz y
le atravesamos el costado. Con cada pecado, revestimos a Cristo, no de luz de
gloria, como hace Dios Padre en el Tabor, sino de rojo púrpura, de su Sangre,
en el Calvario. Por esta razón, la Cuaresma es el tiempo para reflexionar
acerca de la realidad del pecado que, si para nosotros es invisible e insensible,
para Cristo constituye una fuente de infinito dolor. Por esta razón, como dice
Santa Teresa de Ávila, si para dejar de pecar no nos mueve ni el cielo que Dios
nos tiene prometido, ni el infierno tan temido, que nos mueva, al menos, verlo,
por nosotros en el Calvario, tan de muerte herido.
“Jesús
resplandeció en el Monte Tabor”. Al contemplar a Jesús en el Monte Tabor,
cubierto de la luz de la gloria recibida por el Padre, lo contemplemos también
en el Monte Calvario, cubierto por la Sangre que brota de sus heridas abiertas
por nuestros pecados y al comprobar que nuestras manos están manchadas con su
Sangre, al ser nosotros los causantes de sus heridas, hagamos el propósito de
no provocarle más heridas, sangrado y dolor con nuestros pecados y tomemos la
decisión de convertir nuestros corazones mediante la oración, la penitencia y
la misericordia.
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