(Domingo
VIII - TO - Ciclo C – 2019)
“¿Puede
un ciego guiar a otro ciego?” (Lc 6,
39-45). Para graficar sus enseñanzas, Jesús utiliza la imagen de un ciego que
guía a otro ciego: ambos caerán en un pozo, porque no ven nada. Se trata de
ciegos literales, es decir, de quienes no poseen la facultad de la vista, pero
en la imagen hay otro significado, espiritual y sobrenatural, representado en
los ciegos y sus cegueras. ¿Quiénes son estos ciegos y qué significa la
ceguera? ¿Quiénes son los “guías ciegos de otros ciegos”? Jesús se refiere,
literalmente, a los ciegos, pero en el sentido espiritual, se refiere a dos
clases de ciegos: los fariseos y maestros de la Ley, pero también los
cristianos[1]
que viven mundanamente: ambos se creen mejores que los demás y con derecho a
criticar sus vidas. Por eso dice: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu
hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes
decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin
fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de
tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”. Tanto
los fariseos y maestros de la Ley, como los cristianos mundanos, son ciegos que
pretenden corregir hasta el más mínimo defecto en los demás, pero no se
corrigen a sí mismos.
Así
como la ceguera en el ciego consiste esencialmente en la incapacidad para ver
la luz, así en la vida espiritual la ceguera consiste esencialmente en la falta
de fe y de gracia, que impide ver la luz eterna que es Cristo en la Eucaristía.
El que no tiene fe y el que no tiene la gracia de Dios, vive en la más completa
ceguera espiritual, convirtiéndose así en el “ciego que guía a otro ciego”, tal
como lo dice Jesús. Los ciegos guías de ciegos son entonces ante todo los
fariseos y maestros de la Ley porque, siendo hombres religiosos, han vaciado
sin embargo a la religión de su esencia, la compasión, la justicia y la
misericordia y la han reemplazado por mandamientos humanos y así han perdido la
luz de la fe en el verdadero Dios; pero también los cristianos podemos ser
ciegos guías de ciegos: nosotros los cristianos estamos llamados a ser “luz del
mundo” y así, como luz del mundo, debemos iluminar a los que viven en las
“tinieblas y en las sombras de muerte” del paganismo y de las falsas
religiones; pero si no vivimos en gracia y si nos construimos unos mandamientos
y una religión a nuestra medida, nos comportamos y somos como ciegos que guían
a otros ciegos. Si no vivimos los mandamientos y si vaciamos a la religión
católica de su contenido sobrenatural, contenido que se deriva del misterio
central del cristianismo que es la fe en la Presencia real de Jesús en la
Eucaristía, vivimos un cristianismo pagano y nos comportamos como ciegos de
otros ciegos que, pretendiendo guiar a otros, caen todos en un mismo pozo. Así
como un médico le advierte a su paciente que se está quedando ciego, así el
sacerdote puede advertirle al cristiano que no hace adoración eucarística que,
o está quedando ciego, o ya está ciego totalmente.
Entonces,
en la imagen utilizada por Jesús los ciegos son, además de los fariseos y
doctores de la Ley, los cristianos mundanos que son cristianos sólo de nombre,
que no viven el Evangelio, pretendiendo incluso desde su mundanidad, ser
mejores que los demás, sin corregirse antes a sí mismos[2];
son cristianos que, paradójicamente y en algo que parece una contradicción en
los términos, viven un cristianismo mundanizado, un cristianismo ateo, un
cristianismo sin Cristo.
Luego
continúa Jesús, profundizando sus enseñanzas: “No hay árbol sano que dé fruto
dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto;
porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los
espinos”. Cuando seamos examinados al fin de la vida, en el Juicio Particular,
Dios buscará amor en nuestros corazones y buenas obras en nuestras manos: si
carecemos de ambas cosas, seremos considerados faltos de peso y apartados de su
visión y presencia para siempre. Pero si Dios encuentra amor en el corazón y
obras buenas en las manos, entonces dará al alma la recompensa eterna, la
eterna bienaventuranza en los cielos. Es necesario ser árbol bueno, que dé
frutos de santidad, para entrar en el Reino de los cielos. Un cristiano
mundano, un cristiano que no reza, un cristiano que no se confiesa, que no
comulga, un cristiano que no es misericordioso para con los demás, sobre todo
los más necesitados, no puede dar frutos buenos, frutos de santidad. Y mucho
menos puede criticar las faltas de los demás, si él mismo no enmienda su vida y
convierte su corazón a Jesús crucificado.
Continúa
Jesús: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y
el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo
habla la boca”. ¿Cómo podemos adquirir amor, para atesorar en el corazón y
sacar de ahí tesoros de bondad y santidad para dar a los demás? De la única
manera posible que podemos tener verdadero Amor en el corazón, es obteniéndolo
del lugar en donde este se encuentra, y es el Sagrado Corazón Eucarístico de
Jesús. Acudamos a la Eucaristía, al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, para
obtener el Amor Misericordioso de Dios, el Amor que saciará nuestra sed de Amor
y con el cual podremos nosotros saciar la sed de Dios que tiene el prójimo. Quien
tiene el corazón vacío del Amor de Dios, no puede tener verdadera bondad,
porque la verdadera bondad sólo se la obtiene del Corazón de Dios. Para poder
ser no solo buenos, sino santos, que es ser buenos con la bondad de Dios, es
necesario tener amor en el corazón, porque nadie da de lo que no tiene, como
dice el dicho. Si recibimos la Eucaristía con un corazón humilde y agradecido,
lleno de piedad y de fervor, entonces nuestro corazón se encenderá en el Amor
de Dios, así como el leño seco o el pasto se encienden al contacto con la brasa
ardiente, y así podremos dar el Amor de Dios a nuestros hermanos. Obteniendo el
Fuego del Amor Divino que arde en la Eucaristía, no sólo podremos hablar del
Amor de Dios –“de la abundancia del corazón habla la boca”, dice Jesús-, sino
que, más importante que hablar del Amor de Dios, daremos el Amor de Dios,
traducido en obras de misericordia, a nuestros hermanos más necesitados. Sólo
con la luz de la fe –contenida en el Credo- y con la luz de la gracia –que se
nos brinda en los sacramentos- dejaremos de ser ciegos guías de ciegos y nos
convertiremos en luz del mundo. Sólo así seremos los árboles buenos que den los
frutos buenos de la santidad de vida, ya que podremos sacar del Corazón de
Cristo lo que es bueno y santo y darlo a los demás.
[1] Pero, ¿qué es un
ciego espiritual? El ciego espiritual es el que ve en la Eucaristía solo un
poco de pan bendecido y no el Cuerpo y la Sangre de Cristo; el ciego espiritual
es el que ve en la Santa Misa solo el recuerdo de un banquete religioso y no la
renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz; el ciego
espiritual es el que ve los Sacramentos –sobre todo, bautismo, eucaristía,
confirmación, matrimonio- como meros hábitos sociales, necesarios para ser
aceptados socialmente y no como misterios sobrenaturales que comunican la
gracia que nos hace vivir la vida de Dios; el ciego espiritual es el que ve la
Iglesia y sus sacramentos como laboratorios de experimentación en el que cada
uno puede hacer lo que quiere y como quiere, sin que se le pueda decir que eso
no es lo correcto porque va en contra de lo sagrado; el ciego espiritual es el
que ve a la Iglesia y sus estructuras como simples instrumentos de sus
ambiciones personales de ser reconocidos como algo o como alguien y no como lo
que es, la Esposa Mística del Cordero, puesta en el mundo para salvar almas y
no para brillar socialmente; el ciego espiritual es el cristiano que vive
mundanamente, lleno de soberbia y vanidad, al que no se le puede llamar la
atención porque se ofende y se va, en vez de aceptar con humildad la corrección
fraterna; el ciego espiritual es el que comulga y confiesa con rutina, de forma
mecánica, fría, indiferente, sin tener en cuenta que en la confesión es la
Sangre de Cristo la que limpia sus pecados para que no los vuelva a cometer más
y que en la Eucaristía es alimentado con el Cuerpo de Cristo, para que no
vuelva a tener más hambre de Dios, porque Dios se le entrega como alimento
celestial. Muchos cristianos están en la Iglesia pero no porque siguen a
Cristo, sino porque encuentran en la Iglesia cosas que no encuentran en el
mundo: reconocimiento, poder, prestigio, estatus, renombre. Pero pocos se dan
cuenta que estas cosas, a los ojos de Dios, nada valen y que lo que cuenta es
trabajar, sí, por su Iglesia, pero no para ser vistos y aplaudidos por los
hombres, sino para ser vistos sólo por Dios, quien ve lo más profundo del
corazón y conoce por lo tanto las intenciones más ocultas del corazón humano y
premia al que trabaja con amor y humildad y no para ser aplaudido. Ahora bien,
esta ceguera espiritual puede ser curada: si la curación de la ceguera corporal
parece algo difícil y a veces hasta imposible –sólo un milagro puede sanar la
atrofia de los nervios ópticos, por ejemplo, o la pérdida de la retina, entre
otras causas de ceguera- la curación de la ceguera espiritual es, sin embargo,
más fácil y accesible. Se necesita, ante todo, humildad y querer ser sanado de
la ceguera espiritual; por otro lado, se necesita de la curación que sólo la
gracia puede realizar y de la luz de la fe en Cristo Jesús como Hombre-Dios,
que es lo que permite ver sus misterios sobrenaturales.
[2] Cfr. B. Orchard et al., Verbum
Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder,
Barcelona 1957, 596.
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