(Domingo III - TC - Ciclo
C - 2019)
“Si no os convertís, todos pereceréis
de la misma manera” (Lc 13, 1-9). Le
traen a Jesús los casos de unos palestinos que habían fallecido y cuya sangre
Pilatos mezcló con la sangre de los sacrificios y Jesús a su vez trae a
colación el caso de los palestinos muertos por la caída de una torre. La razón
de invocar esas dos tragedias es que todos pensaban que esas desgracias les
habían ocurrido por ser pecadores, pero Jesús los saca de su error: no quiere
decir que porque ellos murieron eran pecadores o más pecadores que el resto que
no murió, porque todos los hombres son pecadores y si no se convierten, todos
perecerán “de igual manera”. Esto es válido en primer lugar para los mismos
judíos, para quienes en primer lugar se aplica la parábola de la higuera que no
da fruto. En otras palabras, Jesús les advierte que todos, empezando por los
judíos, son merecedores de la condenación eterna si no se convierten. Es decir,
la muerte terrena ha de llegar, inevitablemente, a todos, ya sea que
pertenezcan al Pueblo Elegido o no; ya sea que sean pecadores o no; lo que en
realidad importa no es morir o no morir, sino el hecho de estar convertidos en
el momento de la muerte para no sufrir la segunda muerte, la muerte eterna, la
muerte del que se condena en el Infierno.
La
aclaración es necesaria porque muchos piensan equivocadamente que las
desgracias terrenas suceden con las personas que están lejos de Dios -no
están convertidos-, pero según Jesús eso es un error porque la muerte terrena
acecha tanto a quienes están cerca como a quienes están lejos de Dios. Lo que
Jesús pretende hacer ver es que lo importante en definitiva es estar preparados
de cara a Dios para que, cuando ocurra la muerte terrena, el alma esté en
condiciones de atravesar el juicio particular y así poder entrar en la vida
eterna. Si una persona vive más años en la tierra, eso puede indicar que Dios
le está dando oportunidad para que convierta su alma, es decir, para que sus
potencias, la inteligencia y la voluntad, comiencen a estar guiadas por la luz
de la gracia, de modo que sus obras sean meritorias para la eternidad. En esto
consiste la conversión del corazón: en que el alma deja de estar guiada por sí
misma, para estar penetrada y guiada, desde lo más profundo de su ser, por la
gracia divina, gracia divina que para los católicos viene por los sacramentos. Dicho
sea de paso, significa que, para un católico, alejarse de los sacramentos –ante
todo, la Confesión y la Eucaristía- significa, en la práctica, alejarse de Dios
y alejar también la posibilidad de la conversión.
Ahora
bien, para significar la importancia y la necesidad de la conversión, Jesús
pronuncia la parábola de la higuera (25-30) que no da frutos: el jardinero
convence al dueño de que no la corte, que le dé tiempo para que él la abone y
espere a ver si da frutos el próximo año, de lo contrario, sí la cortará. La interpretación
alegórica de la parábola de la higuera es clara: Israel ha estado recibiendo
del dueño de la higuera –Dios Padre- la atención y dedicación más esmerada,
como lo prueba la presencia del Hombre-Dios Jesucristo en medio del Pueblo
Elegido, pero debido a que no responde a los cuidados que el jardinero le da –no
solo lo rechazan a Él como Mesías, sino que lo crucifican-, se desencadenará
sobre Israel rápidamente el castigo divino[1] y es
esto lo que significa que la higuera “será cortada”.
Es decir, esta
parábola se aplica en primer lugar a los judíos[2], ya
que ellos son la higuera que no da frutos de santidad a pesar de haber sido
tratados con deferencia por parte de Dios al enviarles a Dios Hijo en Persona y es esto lo que está claro en la interpretación de la parábola de la higuera: si los
judíos no se convierten por su predicación y sus milagros, serán “excluidos del
Reino de Dios, mientras aquellos a quienes han despreciado como desechados por
Dios serán recibidos”[3].
Sin
embargo, la parábola de la higuera que no da frutos y a la cual el dueño quiere
cortarla se aplica también al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la
Iglesia Católica: la higuera sin frutos es el alma a la que Dios le concede
vida pero aun así no se convierte, es decir, no da frutos de santidad y por eso
Dios decide llamarla para que comparezca ante el Juicio Particular. Es ahí
cuando Jesús –el Divino Jardinero- intercede ante el Padre para que no lo llame
ante su presencia: le dice que espere, que Él llamará a su alma, le infundirá la
gracia del arrepentimiento sincero de corazón y esperará a que se convierta; si
el alma no se convierte, entonces sí será llamada ante el Juicio Particular.
La
Cuaresma es tiempo de reflexión y meditación acerca de cómo es nuestra relación
con Dios, es decir, acerca de si estamos convertidos hacia Él o si no lo
estamos, de si respondemos a los múltiples llamados a convertirnos o hacemos
caso omiso de ellos. Estar convertidos quiere decir que el alma vive la vida de
la gracia, que es la gracia la que toma el control de la mente, de la razón y
de la voluntad y las orientan a Dios, a fin de que las obras realizadas sean
obras meritorias para la vida eterna. No estar convertidos es estar guiados por
los criterios del mundo y no por los de Cristo, es no tener en cuenta ni sus
mandamientos ni su gracia, sino seguir los propios dictados del corazón, sin
importar si estos se oponen o no a Dios y a su Ley y Mandamientos.
“Si
no os convertís, todos pereceréis”. Jesús no se refiere a la muerte terrena,
porque es un hecho que todos hemos de morir en la primera muerte, la muerte
terrena: Jesús nos advierte que, si persistimos en la vida del hombre viejo, el
hombre carnal, el hombre atraído por las pasiones y por las cosas bajas de la
tierra, habremos de presentarnos así ante el Juicio Particular, sin conversión
y si no estamos convertidos para ese momento, en que se decide nuestro destino
eterno, moriremos la segunda muerte, es decir, seremos condenados por la
eternidad. No desaprovechemos la Cuaresma y hagamos el propósito de convertir
nuestro corazón al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía.
[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Ediciones
Herder, Barcelona 1957, 617.Cfr.
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