“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos
porque oyen” (Mt 13, 10-17). Los discípulos le preguntan a Jesús porqué
Él les habla en parábolas y Él les contesta que, a ellos, a sus discípulos, “se
les ha concedido conocer los secretos del Reino de los cielos”, pero a los
otros, a los que no son sus discípulos, “no”. La razón de esta preferencia la
da el mismo Jesús: porque quienes no son sus discípulos, de forma libre y voluntaria,
han cerrado sus oídos para no entender; han mirado sin ver; han endurecido sus
corazones, para que Él no los convierta. Es decir, se trata de hombres, seres
humanos, que han visto a la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús, quien los
llama a la conversión, y no han querido convertirse; han visto sus milagros,
con sus propios ojos y aun así no han creído en Jesús como Dios Hijo encarnado;
han escuchado sus consejos evangélicos -amar al enemigo, perdonar setenta veces
siete, cargar la cruz de cada día-, pero han preferido cerrar sus oídos, para
seguir escuchando mundanidades, banalidades que no conducen al Reino de Dios;
han escuchado que deben bendecir a los que los maldicen y que deben poner la
otra mejilla, pero han endurecido sus corazones, permaneciendo en la ley
maldita del Talión, abrogada por Jesús, que lejos de perdonar, insta a la
venganza: “Ojo por ojo y diente por diente”. Estos hombres han visto y oído lo
que muchos justos y profetas del Antiguo Testamento hubieran querido ver y oír,
pero aun así, habiendo tenido el privilegio de ver y oír al Hijo de Dios
encarnado, el Emmanuel, han preferido continuar con sus vidas paganas y
mundanas, cegadas por sus pasiones y, en definitiva, han continuando adorando
al Ángel caído en lo más profundo de sus corazones.
“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos
porque oyen”. La frase no es solo para los discípulos contemporáneos de Jesús,
sino que va dirigida a toda la Iglesia de todos los tiempos, por eso está
también dirigida a nosotros, católicos del siglo XXI, que vemos y oímos lo que
muchos hombres de buena voluntad querrían ver y oír y no lo hacen. ¿Qué es lo
que nos hace “dichosos”, porque vemos y oímos lo que otros no? Lo que nos hace
dichosos, es ver, con los ojos del cuerpo, la Hostia consagrada; es ver, con
los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, a Jesús, el Hijo de Dios
encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; por la fe, vemos, no
sensiblemente, sino insensiblemente, espiritualmente, por la fe, a Cristo Dios,
el Hijo de Dios encarnado en el seno de la Virgen, que prolonga su Encarnación
en el seno de la Madre Iglesia, el Altar Eucarístico y esto nos llena de gozo,
no de un gozo natural, terreno, efímero, sino de un gozo sobrenatural, que
brota del mismo Ser divino trinitario que se hace presente en el Santo
Sacrificio del Altar, la Santa Misa. ¿Qué es lo que oímos y nos hace dichosos?
Oímos las palabras de la consagración, palabras pronunciadas por el sacerdote
ministerial, pero que poseen la fuerza de Dios Hijo, quien es el que, a través
de estas palabras, pronuncia Él mismo las palabras de la consagración, para
convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre; somos dichosos porque
oímos la Voz de Cristo, imperceptible, porque habla a través y en medio,
podríamos decir, de la voz del sacerdote ministerial que las pronuncia, y eso
nos llega de gozo, un gozo imposible de describir y de alcanzar por causas
naturales, sean naturales humanas o preternaturales, es decir, angélicas, es un
gozo que solo Dios puede conceder. Por eso es que la frase de Jesús está
dirigida también para nosotros: “Dichosos vuestros ojos porque véis la Eucaristía
y vuestros oídos porque oyen las palabras de la consagración”.
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