“Te alabo, Padre, porque has escondido estas cosas a
los sabios y las has revelado a los sencillos” (Mt 11, 25-27). Jesús,
que es Dios Hijo, la Sabiduría del Padre engendrada eternamente y encarnada en
el tiempo en el seno de María Santísima, da gracias al Padre Eterno porque la
revelación ha sido hecha a los “pequeños”[1].
¿A qué revelación se refiere Jesús? Se refiere, principalmente, a la
revelación, dada por el Espíritu Santo, del conocimiento del Padre por medio
del Hijo. Este tipo de conocimiento, esto es, la revelación de que en Dios Uno hay
Tres Divinas Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y que esto lo
conocen aquellos a quienes el Padre se los ha querido revelar, será en
definitiva la causa de la falsa acusación de blasfemia por parte de escribas y
fariseos, acusación que finalizará con el encarcelamiento, condena a muerte y crucifixión
de Jesús, acusado arteramente de “blasfemo” por los judíos, solo por el hecho
de decir la verdad, que en Dios Uno hay Tres Personas y que Él, Jesús de
Nazareth, es el Hijo Eterno del Padre Eterno, unidos en el Eterno Amor del
Espíritu Santo.
Por este motivo, Jesús, Dios Hijo, pide a los
sencillos que tengan confianza en Él, que es la Sabiduría del Padre encarnada.
Esta revelación del Padre a los pequeños no viene precisamente del estudio de
la filosofía y la teología -aunque el alma que estudie filosofía y teología sí
puede ser sencilla y recibir también el mismo conocimiento-; la revelación
viene del abandono personal, esto es, de cada persona en particular -por eso la
conversión es personal- en sus manos, en las manos del Hijo, que siempre dará
revelaciones interiores infinitamente superiores a la ley. La alabanza de Jesús
no es por la acción de “ocultar”, sino por la de “revelar”: el pueblo sencillo
y en especial los discípulos, han recibido humildemente al Bautista y a Jesús,
a pesar de la oposición oficial de aquellos considerados “doctores”, “especialistas”
de la ley, como los escribas y fariseos, oposición que en la mayoría de los
casos es cínica y mal intencionada, porque tienen envidia sobre todo de Jesús,
que habla con una sabiduría y una autoridad que ellos no tienen.
La sencillez aparta todas las dificultades, de manera
que el Espíritu Santo puede obrar en las almas de los sencillos sin la
oposición de la soberbia de los más doctos y letrados.
De la misma manera, en la Iglesia de nuestros días, el
Espíritu Santo revela la Presencia personal, oculta en apariencia de pan, a los
sencillos y humildes, sobre todo a quienes no tienen estudios sagrados, mientras
que, al igual que en tiempos de Jesús, los más doctos, los más encumbrados en
puestos de poder en la escala jerárquica de la iglesia, se ven privados de este
conocimiento que viene del Espíritu Santo, a causa de su soberbia. La soberbia,
imitación y participación en la soberbia del Ángel caído, es la perdición del
alma, por lo cual debemos pedir huir de ella como de la peste.
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