(Domingo XVI - TO - Ciclo A – 2023)
“El Reino
de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo, pero
vino su enemigo y sembró cizaña en medio del trigo” (Mt 13, 24-30). Con
una breve y sencilla parábola, Jesús describe no solo el Reino de los cielos,
sino también el curso de la historia humana hasta el fin de los días, es decir,
hasta el Día del Juicio Final. Utiliza la imagen de un sembrador que siembra
buena semilla y la de un enemigo, que siembra la cizaña, la cual es muy
parecida al trigo -en algunas partes se la llama “falso trigo”- pero, a diferencia
de este, que es nutritivo, la cizaña contiene un principio tóxico producido por
un hongo, el cornezuelo, que es alucinógeno[1].
Con respecto
a su interpretación, como en toda parábola, los elementos naturales se
sustituyen por los elementos sobrenaturales, para poder así comprender su
sentido sobrenatural y la enseñanza que nos deja Jesús. En este caso, como en
otros también, es el mismo Jesús quien explica la parábola del trigo y la cizaña.
Dice así Jesús: “El que siembra la buena semilla -el trigo- es el Hijo del
hombre -Jesús, el Hijo de Dios, Dios Hijo encarnado-; el campo es el mundo -el
mundo entendido en sentido témporo-espacial, porque se lo entiende tanto en el sentido
de lugar geográfico, como en el sentido del tiempo limitado, finito, que tiene
la historia humana, la cual habrá de finalizar en el Último Día-; la buena
semilla -el trigo- son los ciudadanos del Reino -son aquellos cuyos nombres
están escritos en el Libro de la Vida-; la cizaña son los partidarios del
Maligno -es decir, son hombres impíos e impenitentes, que obran el mal a sabiendas
de que obran el mal y no se arrepienten de obrar el mal, convirtiéndose así en
cómplices del Demonio pero sobre todo en sus esclavos, son los que están
destinados a la perdición eterna en el Infierno-; el enemigo que siembra la
cizaña en medio del trigo es el Demonio, el Ángel caído, Satanás, el Ángel
rebelde, que odia a Dios y a su obra más preciada, el hombre y que por eso
busca la perdición de la raza humana; la cosecha es el fin del tiempo -el Día
del Juicio Final, el día en el que el espacio y el tiempo que caracterizan a la
historia humana verá su fin, para dar paso a la eternidad, la cual será una
eternidad de dolor y llanto para los condenados en el Infierno, como de alegría
y gozo sin fin para los que con sus obras de misericordia alcancen el Reino de
los cielos; por último, dice Jesús, los segadores son los Ángeles de Dios, los
Ángeles que permanecieron fieles a la Trinidad Santísima y que se encuentran a
la espera de la orden de separar a los buenos de los malos, para el Día del Juicio
Final.
Jesús
continúa utilizando la imagen del trigo y de la cizaña para explicar cómo será
el fin de la historia humana: así como el trigo verdadero se separa para ser
almacenado, mientras que el falso trigo o cizaña se separa para ser quemada, así
Él, Dios Hijo, el Hijo del hombre, cuando llegue el día señalado y conocido
solamente por el Padre, enviará a los ángeles buenos para que separen a los
justos, es decir, a los que en esta vida se esforzaron, a pesar de ser
pecadores, por llevar una vida cristiana, procurando evitar las ocasiones de
pecado y confesándose presurosamente si caían en el pecado, para conservar y acrecentar
la gracia santificante, de los impíos e impenitentes, de los “corruptores y
malvados”, según la descripción de Jesús -los hombres que eligieron el pecado
como alimento envenenado de sus almas y obraron el mal sin arrepentirse de obrar
el mal, sabiendo que así ofendían a Dios, pero además, no contentos con obrar
el mal, no contentos con ser ellos corruptos por el pecado, se convirtieron en
corruptores, es decir, contaminaron con el pecado a las almas de otros
hombres-; estos serán “arrojados al horno encendido”, que no es otra cosa que el
Infierno eterno, en donde “será el llanto y el rechinar de dientes”, llanto por
la pena de haber perdido a Dios para siempre y rechinar de dientes por el dolor
insoportable que los condenadas sufren en sus cuerpos y en sus almas por la
acción del fuego del Infierno; en ese momento los hombres malvados, los
traicioneros, los calumniadores, los hechiceros, los satanistas, los que se
embriagan, entre muchos otros más, comprenderán que nunca más podrán salir de
ese lugar de castigo que es el Infierno y maldecirán a Dios, a los santos y
también al Demonio y a los otros condenados, por toda la eternidad; por último,
Jesús revela que será muy distinto el destino para quienes no se quejaron en
esta vida por la cruz que les tocó llevar, para quienes se alimentaron del Pan
de los Ángeles, la Eucaristía, para quienes lavaron sus pecados con la Sangre
del Cordero en el Sacramento de la Penitencia, para quienes obraron la
misericordia corporal y espiritual para con sus prójimos: “Los justos brillarán
como el sol en el Reino de su Padre”. Además de explicar la parábola, hay una última
frase de Jesús que puede parecer enigmática, pero no lo es: “El que tenga
oídos, que oiga”: esto se refiere a nuestro libre albedrío, porque sea que
alcancemos el Reino de los cielos, o sea que el alma se condene, nadie podrá
decir o argumentar que “no sabía” que obrar el mal estaba mal y que la
impenitencia conducía al Infierno, porque nadie cae en el Lago de fuego y
azufre inadvertidamente: quien lo hace, es porque escuchó la Palabra de Dios que
le advertía de lo que le pasaría si no se alejaba del pecado y, voluntariamente,
no lo hizo. Así como nadie entra en el Reino de los cielos forzadamente, así
también nadie cae en el lago de Fuego eterno sin haber recibido antes innumerables
advertencias de parte de Dios.
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