“Dios no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”
(Mt 18, 12-14). Para graficar el
deseo que Dios tiene acerca de la salvación de toda la humanidad, Jesús pone el
ejemplo de un pastor al que se le pierde una oveja: deja a las noventa y nueve
a buen reguardo y luego va “en busca de la oveja perdida”. El ejemplo se
entiende cuando reemplazamos los elementos naturales por los sobrenaturales: el
pastor es Él, Cristo Dios, el Mesías y Salvador de la humanidad; las ovejas en
el redil y a buen seguro somos todos los hombres, cuando estamos en gracia; la
oveja perdida, somos los hombres, cuando estamos en pecado. Así como la oveja
que se extravía corre el riesgo de caer por el barranco y luego ser devorada
por el lobo, así el hombre en pecado está en riesgo de eterna condenación,
porque por el pecado cae de la vida de la gracia y se pone en manos del Enemigo
de Dios y de los hombres, el Demonio, el Lobo Infernal.
“Dios no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”.
No se ha perdido una oveja, sino toda la humanidad, a partir del pecado
original, vive en las tinieblas del pecado, del demonio y de la muerte; desde
el pecado original, toda la humanidad es como una oveja perdida, que no
encuentra el rumbo para reencontrarse con Dios, además de estar en peligro
mortal, al ser acechada por el pecado, la muerte y el Demonio. Es para rescatar
a esta oveja perdida, toda la humanidad, que Dios Padre envía a su Hijo como Niño
Dios que nace milagrosamente en Belén, Casa de Pan, para ofrendar su Cuerpo y
su Sangre en el ara de la Cruz, como sacrificio de redención y para ofrendarse
como Pan de Vida eterna en la Eucaristía. Cada vez que nos acercamos a
comulgar, no somos nosotros los que comulgamos: es Cristo Eucaristía, el Buen
Pastor, que baja desde el cielo hasta el altar para venir a rescatarnos de este
mundo perenne y conducirnos al Reino de los cielos.
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