En el día de Navidad, la Iglesia nos presenta una imagen
por todos conocida, la imagen del Sagrado Pesebre de Belén. En esta imagen
podemos ver a una joven madre, primeriza, que sostiene embelesada a su Hijo
recién nacido; podemos ver al padre de este niño –en realidad sabemos que es un
padre adoptivo, porque el verdadero Padre del Niño de Belén es Dios Padre-, el
cual se encuentra también extasiado por el niño, al cual adora y contempla con
amor inefable, igual que la Madre. En el Portal de Belén vemos también
animales, un burro y un buey, puesto que el lugar en donde nació el Niño era
originalmente un establo para estos mansos animales campestres.
Para el día de Navidad, el día inmediato posterior a
Nochebuena, la Iglesia nos presenta, para la contemplación, al Niño que ha
nacido en Belén, junto a su Madre y a su padre adoptivo.
Si lo vemos con ojos humanos, podríamos creer que el
Pesebre de Belén se trata de nada más que un hecho cultural, como el retrato
del nacimiento de un niño hebreo pobre en un lugar que está destinado al
descanso de los animales
Ahora bien, esto es lo que nos dicen los sentidos y puesto
que nuestra religión es una religión de misterios, debemos trascender lo que
nos dicen los sentidos e incluso la inteligencia, para por la gracia ser
iluminados por el misterio de Belén.
¿De qué manera trascender lo que los sentidos y la
inteligencia nos dicen?
La pregunta es importante porque en el mundo en el que
vivimos, un mundo materialista y agnóstico, relativista y consumista, el
cristianismo y más específicamente el catolicismo, ha pasado a ser nada más que
una construcción cultural, forjada por siglos caracterizados por visiones
arcaicas, al cual hay que deconstruir y desmitificar, porque está “atrasado”. Para
el mundo materialista, ateo y consumista de hoy, el catolicismo con sus
misterios es solamente el producto de una construcción cultural, forjada a
través de los siglos, que representa la cosmovisión hebrea, romana y palestina
de tiempos antiguos, pero que ha quedado “desfasada” con relación a los tiempos
post-modernos como el nuestro.
Para el mundo, el catolicismo es solo una cosmovisión
antigua, de origen greco-hebreo-romana, que tenía una forma determinada de
relacionarse con la divinidad, la cual ha perdurado hasta nuestros días, pero
esa cosmovisión ha quedado arcaica y necesita ser modificada. Para el mundo de
hoy, por lo tanto, el Pesebre de Belén no es más que un hecho artificial
cultural que debe ser modificado cuanto antes, o más bien, que debe ser dejado
de lado.
Para el mundo de hoy el catolicismo, con el mensaje del
Pesebre, de un Dios que se encarna para salvar al mundo, es algo que debe ser
cambiado y reemplazado por nuevas cosmovisiones. El mundo de hoy considera que
el contacto con la divinidad, propiciado por el catolicismo, que se da mediante
un Mediador entre Dios y los hombres, que es el Niño de Belén, Cristo Jesús,
debe dejar paso a una nueva cosmovisión en la que el hombre no tiene necesidad
de mediador alguno, porque él es su propio dios.
Esta visión pagana e inmanentista del mundo moderno –que es
la visión de la Nueva Era- es radicalmente falsa y ésa es la razón por la cual
debemos volver la mirada del alma al Pesebre de Belén, para descubrir en él los
misterios divinos, revelados en el Niño de Belén.
En otras palabras, en la imagen del Pesebre de Belén se
contiene la Verdad Absoluta de Dios Trino, Verdad que en cuanto tal es
Inmutable e Increada y se ha materializado, se ha hecho carne, en el Niño del
Pesebre: Dios, Acto de Ser perfectísimo, purísimo, omnipotente y omnisciente,
sin dejar de ser lo que es, se nos manifiesta como un débil niño humano recién
nacido. Porque es Dios Hijo encarnado, el Niño de Belén es un sacramento, es el
sacramento del Padre, “que el Padre envía por su Espíritu para revelársenos, y
para que entremos en contacto, por medio de este Niño, con Él”[1].
Si el Niño de Belén es un sacramento, es entonces un
misterio, porque el sacramento es un misterio, desde el momento en que en el
sacramento se unen de modo misterioso y de manera indisoluble, un elemento
divino, sobrenatural, y un elemento humano, natural, creatural[2].
Ésta es la cosmovisión del catolicismo, que es perenne y
eterna, inmutable a través de los siglos: el Niño que nace en Belén es un
sacramento, porque en Él se unen de modo misterioso lo divino y lo humano: se
unen la Persona y naturaleza divina del Hijo del Padre eterno, el Logos del
Padre, con la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; se unen el Verbo Increado
con el cuerpo y el alma humanos de Jesús de Nazareth, creados por el Espíritu
Santo en el momento de su Inmaculada Concepción en el seno virginal de María
Santísima.
Como todo sacramento, que por por medio de lo visible y
creatural revela lo invisible y divino, el Niño de Dios, a través de la
visibilidad de su naturaleza humana, revela el misterio absoluto de Dios, el
plan salvífico de Dios Trino para la humanidad, que pasa por su misterio
pascual de muerte y resurrección. El Niño de Belén, Sacramento del Padre, hace
aparecer visiblemente, a los ojos del los hombres, la gloria Increada del Dios
invisible, de este Dios que, habitando en una luz inaccesible, empieza también
a habitar en el Portal de Belén, para luego inhabitar en los corazones de los
hombres por medio de la gracia. El Dios inaccesible se hace accesible por medio
de la encarnación en este Niño que nace del seno virgen de María.
En esto consiste el
misterio de Navidad y la novedad siempre nueva y que nunca pierde su novedad,
aunque pasen los siglos: el Niño que nace en Belén es el Sacramento del Padre,
que viene a nuestro mundo para iluminarnos con la luz de su gloria.
Al contemplar el
Pesebre de Belén, no nos dejemos llevar simplemente por lo que ven nuestros
ojos y por lo que nos dice nuestra inteligencia, sino que nos dejemos iluminar
por la luz de la fe: el Niño Dios, Sacramento del Padre, constituido por la
unión invisible e indisoluble de lo divino y humano –en su Persona divina se
unen la naturaleza divina y humana, sin confusión- es un misterio imposible
siquiera de imaginar para la razón humana, por lo que, para contemplar el
Pesebre de Belén, es preciso e imperioso implorar la luz del Espíritu Santo,
única forma de trascender lo que aparece a los sentidos y a la inteligencia y
único modo de no ver a una simple mujer hebrea que da a luz a su unigénito,
sino a la Madre de Dios que, permaneciendo Virgen, da a luz al Hijo Eterno del
Padre, que se nos manifiesta como Dios hecho Niño.
[2] Cfr. Matthias
Joseph Scheeben, Los misterios del
cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, ...
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