El relato evangélico del Nacimiento nos presenta la imagen
de una familia hebrea en Palestina, que se encuentra en una situación particular:
una mujer joven, primeriza, acaba de dar a luz a su Unigénito; el esposo, que
aparece diligente y en actitud de protección de su esposa y su hijo; los habitantes
originales del establo, un buey y un burro, que ante el frío de la noche
contribuyen, con sus cuerpos, a dar
calor al ambiente en la fría noche; en fin, un pobre portal, refugio de
animales y una noche fría y estrellada.
Debido a que estamos “acostumbrados” a ver esta escena, los
católicos corremos el serio riesgo de desnaturalizarla, es decir, de quitarle
su contenido sobrenatural y reducirla a lo que nuestra limitada razón humana
puede decirnos de la escena, es decir, que se trata de una mujer primeriza, de
su hijo, su esposo, unos animales y un portal. Corremos el riesgo de
naturalizar la escena y si hacemos eso, nos perdemos la esencia de lo que la
escena del Portal de Belén representa.
Si nos dejamos llevar por los
datos de la razón y de los sentidos, podemos llegar a acostumbrarnos a la
escena y pensar que no tiene para nosotros grandes misterios.
Pero precisamente porque somos católicos, debemos buscar de
trascender la razón y los sentidos, para contemplar la escena con la luz de la
fe y de la gracia.
En esta escena del Portal de Belén hay un elemento que no
aparece ni a la razón ni a los sentidos y es el hecho de que el personaje
central de la escena, el Niño de Belén, no es un niño humano, como pareciera,
sino que es el Niño-Dios, es decir, es Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. No
vemos a la Trinidad en su esencia; no la contemplamos en su gloria, como los
bienaventurados del cielo, pero sabemos por la fe que ese Niño es el Hijo de
Dios Padre en Persona, que fue concebido y nació milagrosamente por obra del Espíritu
Santo. Es decir, en el Portal de Belén está la huella visible de la Trinidad,
podemos decir, y esto es algo que supera completamente a nuestros sentidos y a
nuestra razón.
Aun así, con estos datos todavía no tenemos el significado
último de la Navidad, significado que se encuentra en el Niño de Belén, que es
Dios Hijo en Persona. Decir que el Niño de Belén es “Dios Hijo en Persona” no
solo es decir algo que supera a la razón, sino que es afirmar la esencia
sobrenatural de la Navidad; es poseer el sentido y el misterio de la Trinidad. Afirmar
que el Niño de Belén es “Dios Hijo en Persona” es afirmar una verdad iluminados
por la fe y por la gracia, porque solo por la fe y por la gracia podemos ver,
en ese Niño recién nacido, no a un niño humano más entre tantos, sino al Hijo
del Eterno Padre en Persona. La respuesta a esta pregunta: “¿Quién es el Niño
de Belén?”, respuesta que es: “El Niño de Belén es Dios Hijo en Persona”, nos
debe llenar de asombro, de admiración, de estupor, de maravilla, de
agradecimiento, porque significa que Dios, que habita en una luz inaccesible,
ha venido a nuestro mundo, inmerso en tinieblas, para iluminar nuestras
tinieblas y concedernos su luz y su vida divina.
El estupor y el asombro surgen de descubrir en ese Niño la
Presencia del Dios invisible, que se hace visible en forma humana; el estupor y
el asombro acompañan al descubrimiento de aquello que es la esencia del
misterio de la Navidad: el Verbo se ha encarnado y ha nacido para salvarnos y
conducirnos al cielo. Al estupor y al asombro le es concomitante la alegría,
una alegría que se origina en la divinidad del Niño y no en hechos humanos,
pasajeros o banales.
El estupor, el asombro y la alegría, que son consecuencias
de la fe y de la gracia, que nos hacen ver que el Niño de Belén es Dios Hijo en
Persona, nos desvelan el misterio y la esencia de la Navidad y determinan que
no veamos a la escena del Pesebre como un mero paisajismo costumbrista, sino
como el misterio de la gloria de Dios revelado en el Cuerpo de un Niño recién
nacido. Si no nos iluminan la fe y la gracia, corremos entonces el riesgo de
naturalizar el misterio de la Navidad, corremos el riesgo de desnaturalizarla,
de reducirla al mero racionalismo, que es el alcance de nuestra estrecha razón
humana.
No racionalicemos el misterio de la Navidad: pidamos la
gracia de ser iluminados por la luz de la fe, para que el estupor y el asombro
de ver a Dios hecho Niño den paso a una alegría de origen celestial en nuestros
corazones.
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