Cuando describen el nacimiento milagroso de Jesús en Belén,
los Padres de la Iglesia recurren a la siguiente imagen: el Nacimiento fue como
cuando un rayo de luz de sol atraviesa un cristal. Así como el rayo de luz deja
al cristal intacto antes, durante y después de atravesarlo, así sucede con
Jesús Niño saliendo milagrosamente del seno virginal de María, por lo cual la
Virgen es Virgen antes, durante y después del parto. De la misma manera a como
un rayo de luz atraviesa el cristal y lo deja intacto, así el Hijo del eterno Padre,
Jesucristo, atravesó el seno virginal de María para materializarse en el cuerpo
de un niño humano, dejando intacta la virginidad de su Madre. Para los Padres
de la Iglesia, el Nacimiento de Jesús fue milagroso por un doble camino: por la
concepción virginal de María y por el parto virginal y porque esa luz que brotó
del seno de la Virgen es una luz sobrenatural, celestial, divina, no de este
mundo, desconocida para los ojos de las creaturas. La luz que emanó del seno de
la Virgen Madre es la luz eterna que el Padre emanó de su seno en la eternidad,
dando origen al Verbo de Dios; es la luz eterna que en el cielo ilumina a
ángeles y bienaventurados; es la luz eterna que se llama Jesús, Emmanuel, Dios
con nosotros.
Jesús es luz y luz
eterna pero no en un sentido metafórico sino real, porque es la luz eterna
proveniente de Dios Padre, que es luz, como lo dice el evangelista Juan: “Dios
es luz” y como es Dios, esa luz es divina y eterna. Jesús es luz porque proviene
de Dios Padre, que es luz: Dios Padre genera de su propio ser divino trinitario
y de su propia substancia, una luz divina, que brota desde la eternidad –como de
una fuente eterna-de su corazón de Padre y es por esta razón que en el Credo
decimos de Jesucristo que es “Dios de Dios, Luz de Luz”, y es la Luz que es la “lámpara
de la Jerusalén celestial”, en donde habitan las legiones de ángeles y santos
que adorna a la Trinidad por los siglos sin fin.
La descripción que hacen los Padres del nacimiento de Jesús
como el de un rayo de luz que atraviesa el cristal, es para indicar no solo la
virginidad de María, sino también para significar el misterio inabarcable e
inefable que supone el nacimiento temporal y terreno del Hijo eterno y
celestial de Dios Padre.
En el Evangelio de Juan se describe a Jesús como luz que
proviene del cielo, del Padre, que es Dios y vino a este mundo para iluminarlo,
porque este mundo estaba en tinieblas desde el pecado original: “El Verbo era
Dios (...) el Verbo era la luz (...) la luz vino al mundo y las tinieblas no lo
reconocieron”. El Verbo, Jesús, “era Dios”, es decir, era Luz y Luz eterna
porque del Padre, que también es Luz y si viene a este mundo en tinieblas es
para iluminar y disipar las tinieblas, aunque es rechazado por estas tinieblas.
La luz natural y las tinieblas naturales son solo una imagen y un reflejo de la
luz eterna que es Dios y de las tinieblas espirituales que envuelven nuestro
mundo desde la caída original: estas tinieblas están presentes y vivas y actúan
en nuestras vidas y es para disiparlas y vencerlas para siempre, con su
sacrificio en cruz y con su luz divina, que Jesús, el Niño Dios, nace en el
Portal de Belén.
Que Jesús sea Dios
y por lo tanto sea luz eterna, queda demostrado por sus mismas palabras y así
como quien se acerca a la luz no anda en tinieblas, así quien se acerca a Jesús
no anda en tinieblas, sino que vive iluminado por la luz de Jesús. Dice así
Jesús de Sí en el Evangelio: “Yo soy la luz del mundo (...) el que viene a Mí
no andará en tinieblas”.
Al igual que los Padres, también la Iglesia proclama a
Jesús como luz eterna proveniente del seno del Padre desde la eternidad, cuando
en el rezo del Credo se refiere a Jesús como “Dios de Dios, luz de luz”.
Y junto con la Iglesia y los Padres, también los santos
describen a Jesús como luz divina que viene a este mundo de tinieblas. La beata
Ana Catalina Emmerich describe así el Nacimiento virginal del Hijo de Dios: “(Me)
pareció que toda la gruta estaba en llamas y que María estaba rodeada de luz
sobrenatural. (...) He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada
vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no
era ya visible. María (...) tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El
resplandor en torno de Ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía
sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que
estaban formados el suelo y el atrio parecía palpitar bajo la luz intensa que
los envolvía. Luego ya no vi más la bóveda. Una estela luminosa, que aumentaba
sin cesar en claridad, iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá
arriba había un movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban
a la tierra, y aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales.
La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y
bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El
Verbo eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María. Vi a
nuestro Señor bajo la forma de un niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el
resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de
María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mis miradas; pero todo
esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo
explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció un tiempo en éxtasis; luego
cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún entre sus brazos.
Poco tiempo después vi al Niño que se movía, y lo oí llorar. En ese momento fue
cuando María pareció volver en sí misma y, tomando al Niño, lo envolvió en el
paño con que lo había cubierto, y lo tuvo entre sus brazos, estrechándolo
contra su cuerpo. Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio
velo, y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma
humana, arrodillándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo”[1].
Jesús, el Niño de Belén, es Dios y por lo tanto es luz
eterna y ha venido para iluminarnos en nuestras tinieblas y para comunicarnos
de su misma luz divina, para que nuestras almas brillen también con su luz
celestial. Y si el Hijo de Dios, vino en forma de Niño en Belén al encarnarse
en el seno virgen de María, ese mismo Niño Dios, prolongando su Encarnación en
el altar eucarístico, renueva cada vez su Nacimiento en la Santa Misa, en el
altar, para venir a nosotros, no bajo la forma de un niño humano, sino bajo la
forma de algo que parece pan, pero ya no es más pan. En cada misa, pero sobre todo
en la Santa Misa de Nochebuena, las almas de los cristianos deben prepararse,
por la gracia y el amor, a recibir al Niño Dios que viene a nuestras almas en
apariencia de pan, en la Eucaristía.
[1] Cfr. Ana
Catalina Emmerich, Nacimiento e
infancia de Jesús. Visiones y revelaciones, Editorial Guadalupe, Buenos
Aires 2004, 50-51.
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