El Evangelio
describe a la perfección la concepción virginal del Niño de Belén: “María,
desposada con José, antes de vivir juntos, esperaba un hijo por obra del
Espíritu Santo”. Con esta sola frase, queda descripta la concepción virginal de
Jesús, como así también su condición divina, porque lo que es concebido por “obra
del Espíritu Santo” no es otro que el Logos de Dios, el Hijo de Dios que se
encarna en el seno virgen de María.
En esta
frase del Evangelio se encierran toda la esperanza del Adviento y toda la
alegría de Navidad: los católicos no celebramos el nacimiento de un niño santo,
ni siquiera el más santo de todos: celebramos el nacimiento del Dios Tres veces
Santo, por quien es santo todo lo que es santo. Al contemplar al Niño de Belén,
recordemos este párrafo del Evangelio, en donde radica toda nuestra esperanza
de vivir algún día en el Reino de Dios y en donde se fundamenta la alegría de
la Navidad, el acontecimiento más grandioso que la creación del Universo: la
Encarnación y Nacimiento de Dios Hijo, que sin dejar de ser Dios, se hace Niño
para salvarnos de nuestros tres grandes enemigos, el demonio, el pecado y la
muerte y, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios por la gracia, hacernos herederos
del cielo. La alegría de la Navidad se fundamenta en estas verdades de origen
celestial, y no en motivos mundanos, banales y pasajeros, como los regalos y
las fiestas.
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