En la gran mayoría de
las representaciones artísticas del Niño de Belén, se lo representa a éste como
emitiendo luz de su humanidad, de su ser. Tanto es así, que en algunas
representaciones pictóricas, la luz que ilumina toda la escena, que está por lo
general a oscuras, proviene sólo del Niño de Belén. ¿Por qué sucede esto? ¿Se
trata sólo de la imaginación piadosa de los pintores que retrataron la escena?
¿O por el contrario, existe alguna razón oculta que justifica la luz que emite
el Niño Dios?
Para encontrar la
respuesta, debemos meditar en el Evangelio de Nochebuena, que dice así: “La Palabra era Dios (...) ella era
la vida y la vida era la luz de los hombres (...) la luz brilla en las
tinieblas y las tinieblas no la percibieron” (cfr. Jn 1, 1-8). Es decir, según
el Evangelio, “la Palabra”, que es el Niño de Belén, “era Dios” y esa Palabra,
en cuanto Dios, era “la vida y la luz de los hombres”, una luz que “brilla en
las tinieblas” pero que “no es percibida” por estas. El Evangelio nos quiere
decir que el Niño Dios es Luz y Luz eterna; en cuanto luz divina, celestial,
sobrenatural, es una luz viva, con vida divina y no una luz inerte, como la luz
física y material; el Niño Dios es la Palabra, es luz y es vida divina para los
hombres y en cuanto luz divina, disipa las tinieblas en las que vivimos
inmersos y ésa es la razón última de porqué en las pinturas navideñas del
Pesebre, el Niño aparece irradiando luz: porque es el Niño Dios, que es luz y
luz eterna.
La luz que irradia el
Niño no es entonces una derivación de la imaginación de los artistas, sino una
consecuencia natural del Ser divino trinitario del Niño Dios, que de Dios
Inaccesible e Invisible que era, se encarnó en María Santísima y nació en
Belén, según el Evangelio: “El Verbo se encarnó y habitó entre nosotros”.
Ahora bien, este Verbo
de Dios que se encarna es, como dijimos, luz, porque así lo dicen las Sagradas
Escrituras: “Dios es luz”[1] y así lo proclama la Iglesia en
Nochebuena: “La Palabra era Dios (...) y era luz”. Entonces, la luz que se
irradia de la corporeidad del Niño de Belén no solo no proviene de la
imaginación de los artistas, ni tampoco es una luz natural: es una luz de
origen celestial, sobrenatural, eterna, que proviene del Acto de Ser divino
trinitario del Niño de Belén. Por esta razón, todo aquel que contempla al Niño
de Belén, es iluminado por este Niño con una luz que no es de la tierra, sino
del cielo, porque es la luz misma de Dios Uno y Trino. Esto no es indiferente
porque de manera análoga a como la luz natural concede una visión del mundo que
no se tiene cuando se está en tinieblas, de la misma manera, quien está
iluminado por el Niño de Belén, es iluminado por Cristo Dios y ya no está más
en tinieblas, sino que el mismo Dios lo ilumina con su luz celestial.
Cuando contemplemos las
imágenes del Niño Dios, con la luz que se irradia de su Cuerpo, pensemos que
ese Niño es Dios, que es Luz Eterna e Inaccesible y que viene a nuestro mundo
para iluminar nuestras tinieblas con su luz inmaculada, pura, celestial y que
al mismo tiempo que nos ilumina, nos da su vida, que es la vida divina de dios
Trino, tal como lo dice el Evangelio: “La luz era Dios (...) ella era la vida y
la vida era la luz de los hombres...”. El Niño Dios es luz y es vida y es el
Dios que da la vida, no solo la creatural, sino la vida divina, que es su
propia vida y al dar su vida, que es luz, al mismo tiempo que ilumina,
vivifica. Quien contempla con fe al Niño de Belén, no solo recibe de Él su luz,
sino también su vida divina.
Y este mismo Niño Dios, que ilumina y vivifica con la vida divina a
quien lo contempla con fe y con amor en el Pesebre, también iluminará y dará la
vida divina, con mucha mayor intensidad, a quien lo reciba con fe y con amor en
la Eucaristía.
El Niño Dios, Cristo
Jesús, el Hijo eterno del Padre nacido en Belén, Casa de Pan, prolonga su encarnación
y nacimiento en la Nueva Belén, el altar eucarístico, para venir a nosotros
como Pan de luz divina que da la vida eterna.
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