(Domingo
IV - TA - Ciclo C - 2019 – 2020)
“José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María,
tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-24). El Evangelio nos relata,
en una sola frase, el origen celestial y divino del Niño que está concebido en
el seno purísimo de María: viene del cielo, porque ha sido concebido por obra
del Espíritu Santo. El Niño que ha sido concebido no es otro que el Hijo de
Dios, el Verbo Eterno del Padre, que procede eternamente del Padre. El Niño
concebido en el seno purísimo de la Virgen María no proviene de hombre alguno:
si bien nace en el tiempo y su humanidad es creada por obra del Espíritu Santo,
también su origen es eterno y por obra del Espíritu Santo es que es concebido
en el seno de María Santísima. El Evangelio nos revela así la doble naturaleza
de Jesús, una naturaleza humana, por eso es concebido en el seno de María y nace
en el tiempo, y una naturaleza divina, porque es engendrado en el seno del
eterno del Padre desde toda la eternidad.
Éste es el secreto de la Navidad: el Niño que nace en Belén
no es un niño humano; no es un niño santo, ni siquiera el más santo de todos
los niños santos: el Niño que nace en Belén es el Niño Dios, es Dios que sin
dejar de ser Dios, se hace Niño, para que nosotros, siendo niños por la gracia,
nos hagamos Dios por participación.
Al contemplar el Pesebre de Belén, debemos recordar el
Evangelio y las palabras del Ángel dichas a San José: “José, hijo de David, no
tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella
viene del Espíritu Santo”. Si fuera de otra manera, si el Niño fuera obra de
una concepción humana, podría llegar a ser santo y un gran santo, pero de
ninguna manera sería el Redentor de la humanidad, el Salvador de los hombres,
el Vencedor Invicto del Pecado, del Demonio y de la Muerte. Pero el Niño que es
concebido en María por obra del Espíritu Santo, el Niño que nace en Belén, es
Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo de lágrimas, de oscuridad y de
tinieblas de muerte, para iluminarnos con la luz de su gloria, para disipar las
tinieblas de muerte en las que estamos inmersos sin darnos cuenta, para
derrotar a nuestros tres grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte;
ha venido para darnos su gracia y adoptarnos como hijos de Dios, para llevarnos
al cielo y hacernos herederos del Reino de Dios; ha venido, en fin, para
donársenos como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan de Vida eterna, en la
Eucaristía, para que nos alimentemos con su substancia divina, para que nos
alimentemos con el manjar de los ángeles en el tiempo que nos queda de vida
terrena, para que luego sigamos adorándolo en la gloria del Reino de Dios.
El Niño que nace en Belén para Navidad es el fin de nuestras
vidas, es al alegría de nuestros corazones, es la esperanza que tenemos para
salir de esta vida de tinieblas y llegar al Reino de la luz. Y hasta que eso
suceda, el Niño de Belén, el mismo Niño que nace en Belén, Casa de Pan, se nos
entrega en cada Eucaristía, para que su gloria, su alegría y su vida divina
sean nuestras, en el tiempo y en la eternidad.
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