lunes, 11 de mayo de 2020

“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”




“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo” (Jn 14, 27-31a). Uno de los innumerables dones que nos da Jesús, antes de partir a la Casa del Padre, es la paz: “La paz os dejo, mi paz os doy”. Es verdad que conocemos qué es la paz y que, en nuestras vidas, aparte de los períodos excepcionales que pueden trastornar la paz, como un período de guerra o de tribulaciones, transcurre en una relativa paz. Pero no es esta paz, la que nosotros conocemos, la que nos da Jesús. La paz relativa, que es ausencia de conflictos y nada más, es la paz “del mundo” y es la que conocemos por experiencia propia, por vivir en esta vida terrena. La paz que nos da Jesús es algo distinto, es una paz distinta, es una paz para nosotros desconocida, porque no es la paz mundana, según sus propias y específicas palabras: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”. Jesús nos da una paz que no es la paz del mundo, no es ni exterior, ni es mera ausencia de conflictos, como se caracteriza por ser la paz mundana. La paz que nos da Cristo es otra paz, es la Paz de Dios, y es la que sobreviene al alma como consecuencia de haber derramado el Cordero de Dios su Sangre sobre nuestras almas, borrándonos el pecado original y todo pecado, además de concedernos la gracia santificante.
“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”. La paz que nos da Jesucristo es la Paz de Dios, es la paz que sobreviene al alma por la gracia santificante, que quita el pecado y concede la filiación divina; es una paz obtenida al altísimo precio de su Sangre Preciosísima derramada en la Cruz. Esto significa que cuanto más en gracia estemos, más Paz de Dios en el alma tendremos, aun cuando al mismo tiempo estemos sobrellevando alguna tribulación. Y al mismo tiempo, tanto más estaremos honrando la Sangre del Cordero, que es la que nos consiguió la Paz de Dios para nuestras almas.

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