“Mi
Padre y Yo haremos morada en aquél que me ame” (Jn 14, 21-26). Jesús hace
una promesa que sería imposible siquiera de imaginar, si Él no la hubiera revelado
en Persona: Él -que es Dios Hijo- y su Padre -Dios, Padre eterno-, “harán
morada” en el corazón de aquél que cumpla sus Mandamientos. Es decir, Jesús va
más allá de la revelación de que Él es Dios Hijo encarnado, lo cual es algo en
sí más grandioso que la creación del universo visible e invisible: promete que,
si alguien cumple sus Mandamientos, tanto Él como su Padre, “harán morada” en
ese corazón. Se trata de una profundización de la revelación de Jesús como Hijo
de Dios: ahora, Él no sólo es Hijo, no sólo se ha encarnado para salvarnos, sino
que “hará morada” en los corazones de los que cumplan sus Mandamientos. Es la
doctrina de la inhabitación de Dios Uno y Trino por la gracia en el alma del
justo, algo propio del catolicismo y que revela que Dios ya inhabita en el alma
del justo, aun antes de la muerte, es decir, aun antes de pasar, por la muerte,
a la vida eterna.
“Mi Padre y Yo haremos morada en aquél que me ame”. ¿Y cómo
sabremos si amamos a Jesús y así estar seguros de que el Padre y el Hijo inhabitan
en nuestras almas? Si cumplimos sus Mandamientos, ya que Él mismo lo dice: el que
me ama, cumplirá mis mandamientos”. Y cumplir los Mandamientos significa tener
en el corazón al Espíritu Santo, además del Padre y del Hijo, porque quien
cumple los Mandamientos lo hace movido por un amor sobrenatural y éste amor lo
da el Espíritu Santo, que es el Amor de Dios.
Cumplamos los Mandamientos de la Ley de Dios y así el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, harán morada en nuestros corazones y esto
ya en el tiempo terreno, como un anticipo de lo que habrá de suceder en la eternidad.
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