“Antes
de que Abraham existiera, Yo Soy” (Jn
8, 51-59). En su enfrentamiento con los fariseos, uno de los temas recurrentes
es, para los fariseos, el saber quién es Jesús: lo ven hacer milagros que sólo
Dios puede hacer, lo escuchan auto-proclamarse Dios Hijo, pero aun así no creen
que Jesús sea Dios Hijo encarnado. Es en este contexto de duda y desconfianza
por parte de los fariseos, en el que se produce el diálogo en el que Jesús
vuelve a reafirmar su condición divina: “Antes de que Abraham existiera, Yo Soy”.
Es decir, Jesús vuelve a aplicarse a Sí mismo el nombre propio de Dios, el
nombre con el que Dios se auto-revela a Moisés: “Y dijo Dios a Moisés: Yo Soy
El Que Soy” (Éx 3, 14). Este nombre,
el “Yo Soy”, es nombre de perfección absoluta, porque indica que Dios tiene el
Ser, el Acto de Ser que actualiza la Esencia Divina y la pone en acto desde
toda la eternidad. Dios Es, es El que Es, y en contraposición, nosotros los
hombres –y también los ángeles- somos nada, con el agregado, para nosotros los
hombres, de que somos “nada más pecado”, como dicen los santos.
“Antes
de que Abraham existiera, Yo Soy”. Jesús es el Dios que Es, que Era y que
Vendrá y ese Dios se nos ha revelado a nosotros, los católicos, que formamos el
Nuevo Pueblo Elegido y ése Dios, que es mismo “Yo Soy” de los israelitas, se
encuentra Presente, vivo, con toda la gloria de su Acto de Ser perfectísimo, en
la Sagrada Eucaristía. Antes de comulgar, hagamos esta pregunta: “Jesús, ¿quién
eres en la Eucaristía?”. Y Jesús nos responderá, en los más profundo de nuestro
ser, en el silencio del alma que sabe escuchar: “Yo Soy el que Soy”.
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