(Ciclo
A – 2020)
“Mujer,
¿por qué lloras?” (Jn 20, 11-18). Cuando Jesús resucitado se le
aparece a María Magdalena, la discípula se encuentra agobiada por la tristeza,
la cual se expresa en el llanto que la invade. La razón de su llanto es que ella
piensa que Jesús no solo no ha resucitado, sino que continúa muerto y que el
cadáver de Jesús ha sido transportado fuera del sepulcro por algún desconocido.
La causa última de la tristeza y el llanto de María Magdalena es su fe, débil y
vacilante como una pequeña llama de una candela, en las palabras de Jesús: Él
había prometido resucitar al tercer día, cumplió con esta promesa y ahora se
encuentra delante de ella, pero ella sigue sin creer en sus palabras. Por esto
llora María Magdalena: porque a pesar de amar a Jesús, no termina de creer en
las palabras de Jesús, cree que está muerto y que no ha resucitado.
Pero
este estado de tristeza y llanto cambian radical y substancialmente luego del
encuentro personal de María Magdalena con Jesús resucitado: a pesar de
preguntarle la causa de su llanto, Jesús sabe ya la respuesta, sabe que es por
la débil fe de su discípula. Por eso, lo que hace Jesús es infundirle el
Espíritu Santo, el cual le permitirá a María Magdalena no sólo reconocer a
Jesús llamándolo “Rabboní” o “Maestro”, sino que le comunicará de la misma
alegría divina, una alegría sobrenatural que brota del Ser divino trinitario de
Jesús. La alegría que comunica el Espíritu Santo no es, evidentemente, una alegría
de origen mundano, sino divino y sobrenatural, porque hace al alma partícipe del
Ser divino trinitario, el cual es la Alegría Increada en sí misma, según las
palabras de Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría infinita”.
El
Espíritu Santo, infundido por Jesús en María Magdalena, la ilumina primero en
su intelecto, de manera tal que María Magdalena ya no sólo no lo confunde más
con el jardinero, como al inicio del encuentro con Jesús, sino que es capaz de
reconocer, ahora sobrenaturalmente, a Jesús resucitado. Y luego del
conocimiento de Jesús resucitado, viene la alegría, que es, como dijimos,
participación en la alegría sobrenatural del Ser divino. Sin esta luz del
Espíritu Santo, el alma es incapaz de reconocer a Jesús resucitado: piensa que
Jesús está muerto -al igual que María Magdalena al inicio- y por lo tanto se
hace incapaz de participar de la alegría divina.
“Mujer,
¿por qué lloras?”. Muchas veces, en la vida cotidiana, al dejarnos arrastrar
por las situaciones existenciales, perdemos de vista la resurrección de Jesús y
es entonces cuando invade al alma la tristeza e incluso el llanto. Sólo cuando
Jesús resucitado, desde la Eucaristía, nos infunde el Espíritu Santo, sólo
entonces el alma se desprende de la tristeza de una vida con un horizonte
puramente humano, para elevarse y alegrarse con la alegría misma de Dios Trino,
alegría que se deriva de saber que Jesús ha resucitado y que Él nos espera en
el Cielo para allí comunicarnos, de manera plena y definitiva, su Alegría, la
alegría misma de Dios Hijo, encarnado, muerto y resucitado por nuestra
salvación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario