“El
Hijo del hombre tiene que ser elevado en alto para que tengan vida eterna” (Jn
3, 5a.7b-15). En su diálogo con Nicodemo Jesús anticipa, de forma misteriosa,
su misterio pascual de muerte y resurrección. Para hacerlo, trae a la memoria
el episodio de Moisés en el desierto, cuando aparecieron las serpientes
venenosas y Dios le ordenó construir una serpiente de bronce para que todo el que
la contemple, quede curado. En efecto, Jesús hace la analogía entre el episodio
de la serpiente elevada en alto por Moisés y aplica ese episodio a Él mismo: “Lo
mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado
el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Es decir,
para que los hombres seamos salvados de nuestros pecados, para que la muerte y
el demonio sean derrotados definitivamente y para que alcancemos la vida eterna
por la gracia, es necesario que Jesús sea “elevado en lo alto”, crucificado.
“El
Hijo del hombre tiene que ser elevado en alto para que tengan vida eterna”. Así
como en el desierto todos los que miraban a la serpiente de bronce elevada por
Moisés se curaban milagrosamente, así también, de manera análoga, todos los que
miran con piedad y con amor a Cristo crucificado reciben la gracia de la
conversión y así son curados de la peor enfermedad espiritual que pueda un alma
tener en esta vida y es el ateísmo; además, quien contempla a Cristo
crucificado, recibe algo inimaginable, imposible de ser captado por los sentidos
e imposible de ser apreciado en su real magnitud y es la vida eterna. Entonces,
quien contempla a Cristo elevado en lo alto, crucificado, recibe la gracia de la
vida eterna. Esto significa que cuanto más contemplemos a Cristo crucificado -cuanto más lo contemplemos en la Eucaristía, en la Santa Misa, en donde se renueva el Santo Sacrificio del Calvario-, tanto más incoada tendremos en el alma la vida eterna, vida que luego se desplegará en su plenitud en el Reino de los cielos.
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