Sobre
la cima del Monte Calvario y luego de una dolorosísima agonía de tres horas,
Jesús, el Hombre-Dios, muere en la cruz. Luego de ser depuesto de la cruz, su
Cuerpo Sacratísimo es conducido, en procesión fúnebre, hasta el sepulcro nuevo
excavado en la roca. Una vez finalizada la última despedida, la puerta del
sepulcro se sella con una roca en la entrada, y así el Cuerpo Santísimo de la Virgen
queda tendida en la fría roca sepulcral. Todos sus discípulos, acongojados, se
retiran.
La
Única que permanece de pie, a la puerta del sepulcro, con sus inmaculados hábitos
manchados aun con la Sangre de su Hijo, al cual ha portado entre sus brazos una
vez bajado sin vida de la cruz, es la Santísima Virgen, que por el mar de dolores
en el que se encuentra sumergido su Inmaculado Corazón, se llama ahora Nuestra
Señora de los Dolores. La Virgen está de pie, con su Corazón estrujado por el
dolor, un dolor que oprime su Corazón y se manifiesta exteriormente por el
llanto y la expresión de dolor de su dulce rostro. El dolor es inenarrable, es
un dolor que supera infinitamente cualquier dolor humano, es un dolor
sobrenatural, porque es un dolor que se origina en la muerte de su Hijo Jesús
en la cruz. Como su Hijo vino del cielo, se puede decir que es un dolor que
viene del cielo. El dolor, asfixiante, oprime su Corazón Inmaculado y sube
hasta la garganta y querría desahogarse en desgarradores gritos, pero en cambio
la Virgen guarda silencio, ahogando el dolor con más dolor y transformando ese
dolor en abundantes lágrimas que descienden como torrentes por la montaña, de
sus delicados ojos azules. El dolor ha opacado la luz de sus ojos, porque ha
muerto la Luz de su Vida, Cristo Jesús, el Hijo de su Amor.
En la puerta del sepulcro, de pie, llora con amargura la
Virgen la dolorosa pérdida de su Hijo Jesús. Como a Raquel, la Virgen llora y “no
quiere que la consuelen”, porque la Alegría de su Vida le ha sido quitada y ya
no está más para consolarla con su amor y su dulzura de Hijo Unigénito. La Virgen
llora porque con la muerte de su Hijo ha muerto también ella, porque su Hijo era
la Vida de su vida, el Amor de su amor, el Ser de su ser. Sin Jesús, para la
Virgen la vida sólo tiene un sentido y es el dolor. Pero no es un dolor vano:
el dolor es, como el dolor de Jesús, un dolor redentor, porque la Virgen
participó místicamente de la Pasión y Muerte de su Hijo Jesús, Pasión y Muerte
que son la salvación de los hombres. Y debido a que su Hijo, con su misterio
salvífico de Muerte y Resurrección es el Redentor de los hombres, la Virgen,
con su participación mística en el misterio salvífico de su Hijo, se convierte
en Corredentora de la humanidad.
Llora amargamente la Virgen de los Dolores, llora al pie de
la cruz; llora pero no quiere ser consolada, porque ha muerto el Hijo de su
Corazón. Llora la Virgen, pero también experimenta, con el amargo dolor, una
alegre esperanza, porque la Virgen confía en las palabras de su Hijo y sabe que
Él habrá de resucitar al tercer día. La Virgen sabe, con toda certeza, que su
Hijo volverá de la muerte, Vencedor Invicto y Victorioso y será entonces cuando
su llanto cesará. Pero hasta que llegue el momento del triunfo de la
resurrección, la Virgen llora en la puerta del sepulcro y no quiere ser
consolada.
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