(Ciclo
A – 2020)
El
Cuerpo Sacratísimo de Nuestro Señor Jesucristo yace, durante la tarde y la
noche del Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, tendido fría losa del
oscuro sepulcro. En el sepulcro en el que está sepultado el Cuerpo del Señor reinan,
desde que se selló la entrada con la piedra, sólo el silencio y la oscuridad. El
sepulcro es nuevo y esto es una prefiguración de la resurrección: no podía, el Vencedor
de la Muerte, yacer en un sepulcro ya usado, en el que hedor de la muerte había
impregnado sus paredes. El hecho de que el sepulcro sea nuevo, simboliza el
hecho de que el Cuerpo de Jesús no habría de descomponerse; anticipa la
maravillosa Resurrección del Domingo, porque que sea nuevo significa que el
hedor de la muerte jamás habría de tomar contacto con el Cuerpo del Señor,
porque Él habría de resucitar, derrotando a la Muerte para siempre.
La Resurrección del Señor ocurrió de la
siguiente manera: en horas de la madrugada del tercer día, es decir, del Domingo,
apareció una luz resplandeciente a la altura del Sagrado Corazón; esta luz, al
principio tenue pero que iba aumentando su luminosidad con gran rapidez, puesto
que era una luz viva, originada en el Ser divino trinitario de Nuestro Señor Jesucristo,
a medida que iluminaba el Cuerpo de Jesús, le iba comunicando la vida gloriosa que
como Dios Hijo poseía desde la eternidad. Así esta luz, cuyo esplendor era más radiante
que miles de millones de soles juntos, inundó, desde el Corazón de Jesús, todo
su Cuerpo, devolviéndolo a la vida, pero no a la vida terrena que tenía antes
de morir, sino a la vida de la gloria qeue tenía desde toda la eternidad. De esta
manera, el silencio del sepulcro fue reemplazado por el sonido de los latidos
del Corazón de Jesús, mientras que la oscuridad fue reemplazada por la luz
brillantísima de la gloria de Dios que emanaba de su Cuerpo, antes yaciente en la
loza del sepulcro y ahora de pie, vivo y glorioso. La luz que dio vida al
Cuerpo muerto de Jesús era una luz que no provenía desde fuera de Jesús, sino
de Sí mismo, de su Ser divino trinitario y es por esta luz que Jesús, estando
muerto, resucitó al tercer día. Era Él mismo quien se daba a Sí mismo la vida,
la luz y la gloria que poseía desde la eternidad, según sus propias palabras: “Nadie
me quita la vida; Yo la doy voluntariamente; tengo autoridad para darla y tengo
autoridad para tomarla” (Jn 10, 18). La intensidad de la luz que
resucitó a Jesús fue tan poderosa que dejó impreso en el lienzo que cubría a
Jesús -la Sábana Santa- la imagen de Jesús en el momento exacto anterior a la
Resurrección, al mismo tiempo que convertía al Cuerpo terreno y humano de Jesús
en un Cuerpo con su materia glorificada, quedando su Cuerpo luminoso, radiante,
espiritual, inmortal y lleno de la gloria de Dios[1].
Según la Tradición, fue con este Cuerpo glorioso y lleno de la vida de Dios,
con el que Jesús se apareció, antes que a cualquier discípulo, a su Madre
amantísima, la Virgen Santísima, como justo premio por haber Ella acompañado su
agonía en la cruz el Viernes Santo y por haber participado místicamente de su misterio
salvífico de muerte y resurrección. Después de aparecerse resucitado a su Madre,
se apareció, según las Escrituras, a las Santas Mujeres y a los Apóstoles. La visión
de su Cuerpo glorioso, radiante, lleno de la luz y de la gloria divina, provocó
“asombro”, “estupor”, alegría”, y “gozo”, entre sus discípulos y amigos, causándoles
tal grade de alegría sobrenatural, que no podían articular palabra.
Lo que también causa asombro y alegría es el hecho de que el
día Domingo y todo día Domingo, es partícipe del divino resplandor que brotó
del Ser trinitario de Jesús y que iluminando y dando vida a su Corazón, iluminó
y dio vida divina a todo su Cuerpo. Por esta razón es que el Domingo se llama “Día
del Señor” y es la razón por la cual la Iglesia prescribe la asistencia a la
Misa Dominical -bajo pena de pecado mortal-, porque el asistir a Misa el Domingo
es asistir no sólo al Sacrificio de Jesús en la Cruz, sino también a su
gloriosa Resurrección. Desde la Resurrección, Jesús ya no está tendido y muerto
en la fría loza del sepulcro, sino que está de pie, vivo, glorioso, lleno de la
luz y de la vida divina, en la Sagrada Eucaristía, en cada sagrario.
La Resurrección de Jesús no finaliza el Domingo de
Resurrección: cada vez que se consagra la Eucaristía, se prolonga su
Resurrección, de modo que Jesús está en la Eucaristía como lo estuvo el día de
la Resurrección: vivo, glorioso, con su Cuerpo luminoso oculto a los ojos del
cuerpo, pero visible a los ojos de la fe. Y este hecho es tan sorprendente y
maravilloso como la misma Resurrección. Por último, Jesús Eucaristía quiere
venir a nuestros corazones para que, cuando llegue el momento de pasar de esta
vida a la otra, nuestros cuerpos también sean como el suyo: radiantes,
gloriosos, luminosos, llenos de la vida eterna del Cordero de Dios.
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