(Domingo
de Ramos - Ciclo C – 2019)
En el Domingo de Ramos, Jesús ingresa en Jerusalén montado en una cría de asno;
a su ingreso, es aclamado por los habitantes de la Ciudad Santa como a su rey.
Todos aclaman a su paso: “Hosanna al Hijo de David”; todos agitan palmas y
tienden mantas a su paso, expresando así el reconocimiento que de Jesús hacen
como a su rey. En el ingreso de Jesús, toda la Ciudad ha salido a su encuentro:
están allí niños, jóvenes, adultos, ancianos. La razón es que todos, sin
excepción alguna, han recibido dones, milagros, favores celestiales de parte de
Jesucristo y ahora, impulsados por el Espíritu Santo, reconocen lo que Jesús ha
hecho por ellos y, transportados de alegría y reconocimiento, salen a saludar a
Jesús pero no con un saludo cualquiera, sino como se saluda a un rey. Jerusalén
reconoce a Jesús como a su rey, como a su Mesías, porque se acuerda de todos
los dones que ha recibido de Él.
Sin embargo, solo unos pocos días después, la misma Ciudad y los mismos
habitantes que lo hosanaron y lo recibieron como un rey, lo acusarán de
blasfemo, lo condenarán a muerte y, en medio de insultos y golpes, lo
expulsarán de las puertas de la Ciudad, para llevarlo al Monte Calvario y allí
crucificarlo. Los mismos habitantes, exactamente los mismos, que el Domingo de
Ramos lo aclamaron como rey, son los que el Viernes Santo lo insultarán y lo
crucificarán, coronándolo sí como rey, pero como rey de burla, porque le
pondrán una corona de espinas.
Y a diferencia del Domingo de Ramos, que era el Espíritu Santo el que los
impulsaba a reconocer y agradecer a Jesús por sus dones, ahora es el espíritu
maligno, el Ángel caído, el que los empuja para que entre todos crucifiquen a
Jesús.
Las dos escenas, reales, representan a su vez realidades espirituales,
sobrenaturales. La Ciudad de Jerusalén representa al alma, a toda alma; el
ingreso de Jesús el Domingo de Ramos y el ser aclamado como rey, es el alma
que, por el impulso de la gracia, recibe a Cristo y reconoce en Cristo al Dios
Mesías y lo proclama como rey de su corazón, dando gracias por los innumerables
dones de Cristo recibidos. Los habitantes de Jerusalén son los cristianos que,
efectivamente, han recibido de Cristo innumerables dones, milagros y gracias,
comenzando por el Bautismo sacramental, continuando luego con la Confirmación y
la Eucaristía, además de todos los dones personales que Jesús da a cada alma;
son los cristianos que, agradecidos, hacen entrar a Cristo en sus corazones por
la Eucaristía.
A
su vez, la Jerusalén del Viernes Santo, es el alma que a pesar de haber
recibido innumerables dones y milagros de parte de Cristo, rechaza la gracia y
con la gracia rechaza a Cristo, expulsándolo de su alma. La Jerusalén con las puertas abiertas para expulsar a Cristo con la cruz a
cuestas representa al alma que, por el pecado, expulsa a Cristo de su
corazón no reconociendo ya más a Cristo como a su rey y señor, sino al
demonio. La razón es que no hay lugar para situaciones intermedias, porque en el corazón humano hay lugar para uno solo y no para Dios: o están
Cristo y su gracia o están el demonio y el pecado; o en el corazón se entroniza
a Cristo como rey por la gracia, o por el pecado, se entroniza al Demonio en el
alma, dejando fuera a Jesucristo. Los habitantes de Jerusalén enojados con
Cristo son los cristianos que, por el motivo que sea, han elegido al pecado, en
vez de elegir a Cristo y su gracia.
Cada
uno de nosotros elige si recibe a Cristo, como la Ciudad de Jerusalén lo recibe
el Domingo de Ramos, como a su rey y mesías, o si lo rechaza, como esa misma
ciudad, el Viernes Santo, entronizando al Demonio como a su rey.
Que
nuestras almas reciban siempre a Cristo como a su rey, por la gracia, como el
Domingo de Ramos, y que nunca lo expulsen de sí, como Jerusalén el Viernes
Santo.
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