(Ciclo C – 2019)
“Quiero
celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). El primer día de los
Ázimos, los discípulos le preguntan a Jesús dónde quiere Él que le preparen el
lugar para celebrar la Pascua: “¿Dónde quieres que te preparemos la comida
pascual?”. Jesús les dice que vayan a la casa de un desconocido, de un
discípulo anónimo, del cual no dice el nombre: “Vayan a la ciudad, a la casa de
tal persona, y díganle: “El Maestro dice: “Se acerca mi Hora, voy a celebrar la
Pascua en tu casa con mis discípulos”. Los discípulos van y hacen tal como
Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Imaginemos la dicha de este
discípulo, del cual no sabemos el nombre, pues Jesús no lo dice, sino que dice:
“la casa de tal persona”. Sería un hombre adinerado, pues primero no solo tiene
una casa, sino que además esa casa es de dos plantas, el cual será luego el
lugar en donde se llevará a cabo la Última Cena, la Primera Misa. Este hombre,
al ser adinerado, contaría no solo con la estructura edilicia suficiente como
para alojar a Jesús y a sus Discípulos, sino que además contaría con el dinero
y los sirvientes suficientes como para solventar el gasto que significaba la
Pascua para tanta cantidad de personas. Pero pensemos en el hecho de ser
elegido por Jesús, para celebrar en su casa la Pascua: teniendo tantos enemigos
rondando alrededor suyo, Jesús no confiaría en esta persona sino fuera una
persona de suma confianza, lo cual significa amistad con Jesús, es decir, el
discípulo dueño de la casa, además de adinerado, es amigo y discípulo confiable
de Jesús y esa es la razón por la cual Jesús elige al dueño de la casa para
celebrar allí la Pascua. Ubiquémonos ahora en el corazón de este hombre, cuya
casa fue elegida por Jesús para celebrar la Pascua. ¿Acaso no saltaría de gozo
el saber que no sólo puede ser útil a su Maestro, sino que su Maestro lo ha
elegido a él, para celebrar en su casa la Pascua? En el Antiguo Testamento, los
profetas decían: “Ojalá rasgaras los cielos y descendieras”, suplicando a Dios
que bajara del cielo para colmar este erial que es la tierra con su Presencia
majestuosa. Y sin embargo, Dios no lo hizo, a pesar del pedido del profeta.
Ahora, no solo ha rasgado los cielos y ha descendido, al encarnarse en el seno
de la Virgen María, sino que acude a la casa de esta persona para celebrar allí
la Pascua. El pedido de este hombre, colmado por Jesús, sería: “¡Ojalá comieras
la Pascua en mi casa!”. Antes de que se lo pida, Jesús satisface el pedido de
este discípulo, que es amigo suyo de confianza. Jesús es el Dios que rasga los
cielos y desciende, se encarna en el seno virgen de María y ahora, por una
dignación del Amor de su Corazón, va a casa de este discípulo a comer la
Pascua.
“Quiero
celebrar la Pascua en tu casa”. Antes de que nosotros le digamos a Jesús que se
digne celebrar la Pascua en nuestra casa, es Jesús quien se anticipa y nos
dice: “Quiero celebrar la Pascua en tu casa”. Y esta Pascua se verifica en cada
comunión eucarística, porque la Pascua es “paso” de esta vida a la otra y
cuando comulgamos, aun cuando sigamos viviendo en este valle de lágrimas, en
cierto sentido pasamos a la otra vida, al recibir la Vida Eterna del Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús. Si nosotros pensáramos: “¡Ojalá Jesús descendiera
del cielo y viniera a mi casa, a mi corazón, para celebrar la Pascua!”, esto ya
lo tenemos cumplido y se cumple en cada comunión eucarística, en la que Jesús,
habiendo bajado del cielo y habiéndose quedado en la Eucaristía, viene a
nuestra casa, es decir, a nuestro corazón, para allí celebrar la Pascua con
nosotros.
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