Curación del paralítico en la piscina de Betesda, óleo sobre lienzo de Pieter Aertsen (1575), Museo Nacional de Amsterdam (Rijksmuseum), Holanda.
“Jesús
cura a un enfermo en la piscina de Betsaida” (cfr. Jn 5, 1-3. 5-16). Con ocasión de una fiesta judía, Jesús sube a
Jerusalén y mientras camina por la piscina de Betsaida, en la Puerta de las
ovejas, ve a un hombre enfermo que llevaba treinta y ocho años postrado. En la
Puerta de las ovejas se producía un hecho milagroso: cuando las aguas se
agitaban, quien se introdujera en la pileta en ese momento, quedaba curado al
instante. Sin embargo el hombre, como le dice a Jesús, “no tiene a nadie que lo
introduzca en la pileta” para curarse y por eso continúa con su enfermedad.
Jesús, que es el Médico Divino de las almas y de los cuerpos, cura
inmediatamente al enfermo, diciéndole: “Toma tu camilla y echa a andar”.
El
episodio muestra cómo Jesús, que es Dios Hijo encarnado, ha venido a esta
tierra para, entre otras cosas, sanar nuestras dolencias corporales. Es decir,
basta un solo deseo de Jesús, para que una enfermedad incurable y crónica
desaparezca en un instante. Es algo muy similar a los casos de curación
milagrosa que se producen, por ejemplo, en el Santuario de Lourdes, en Francia.
Sin
embargo, la curación de las dolencias corporales no es el objetivo por el cual
Jesús ha venido a este mundo: en la lectura del profeta Ezequiel está
prefigurada, en la visión del templo que se inunda con agua viva, la misión de
Jesús. Jesús es la Fuente de la Vida, Él es la Vida Increada y ha venido para
darnos vida con su gracia y vida no terrena, sino eterna. La vida de la gracia,
que se nos comunica por los sacramentos, prefigurada en el agua viva de la
visión de Ezequiel y en el agua milagrosa de la piscina de Betsaida, es el Agua
que brota de su Corazón traspasado en la cruz y que se derrama
sobreabundantemente sobre nuestras almas en cada sacramento, sobre todo en la Eucaristía
y la Confesión sacramental.
“¿Quieres
quedar sano?”. Cada vez que nos acercamos a un sacramento, se derrama sobre
nosotros el Agua viva del Costado traspasado de Jesús que, mucho más que curar
nuestros cuerpos, sana nuestras almas quitándoles la lepra del pecado y
concediéndoles la gracia santificante, el Agua del Templo de Dios que vivifica
las almas y los corazones con la vida misma de Dios.
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