“El
Padre resucita a los muertos y el Hijo da vida a los que quiere (…) Los judíos
tenían ganas de matarlo, porque llamaba a Dios Padre, haciéndose igual a Dios”
(Jn 5, 17-30). Entre otras cosas, en
este Evangelio se destaca lo siguiente: por un lado, Jesús se auto-revela como
Dios Hijo, es decir, como la Segunda Persona de la Trinidad, igual en poder y
majestad que el Padre. La forma de demostrar que Él es Dios como el Padre, es
haciendo una analogía con las obras del Padre y las suyas: así como el Padre
resucita a los muertos –los numerosos muertos resucitados por Jesús a lo largo
del Evangelio-, así Él “da vida a los que quiere”: esto último lo hace por
medio de la entrega de su Cuerpo y su Sangre en la Sagrada Eucaristía, porque
la vida que da Jesús es la Vida divina, la Vida eterna de Dios, que es la Vida
Increada que es Él mismo.
Lo
otro que se destaca es la malicia de los judíos, porque quieren literalmente “matar”
a Jesús, aun cuando lo único que hace Jesús es revelar la Verdad acerca de
Dios: Dios es Uno y Trino, el Padre es el Origen Increado y Eterno de la
Trinidad y Él procede del Padre, no por creación, sino por generación,
expirando ambos, desde toda la eternidad, a Dios Espíritu Santo, el Divino
Amor. Es incomprensible que quieran matar a Jesús por el solo hecho de revelar
la Verdad acerca de Dios, que es Uno y Trino.
“El
Padre resucita a los muertos y el Hijo da vida a los que quiere”. Cada vez que
recibimos la Sagrada Eucaristía en estado de gracia, recibimos un milagro
infinitamente más grande que la resurrección de un muerto, porque recibimos la
Vida absolutamente divina, celestial, eterna, del Hijo de Dios, oculto en la
Eucaristía y esto es un don que debemos agradecer en todo tiempo, porque
demuestra cuánto nos ama Jesús, con un Amor personal, tal como lo dicen sus
palabras: “El Hijo da vida a los que quiere, a los que ama”.
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