sábado, 9 de junio de 2018

"El que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre”



(Domingo X - TO - Ciclo B – 2018)

         “Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre” (Mc 3, 20-35). ¿En qué consiste y qué es el pecado contra el Espíritu Santo, tan grave, que es causa de eterna condenación? Nadie mejor para responder esta pregunta que su Santidad San Juan Pablo II[1], quien dice así, citando a Santo Tomás de Aquino: “¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿En qué sentido hay que entender esta blasfemia? Santo Tomás de Aquino responde que se trata de un pecado “irremisible por su misma naturaleza porque excluye los elementos gracias a los cuales se concede la remisión de los pecados”. Es decir, según Santo Tomás de Aquino, el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable –irremisible- porque “excluye los elementos gracias a los cuales se concede la remisión de los pecados” y esos elementos son el arrepentimiento sincero y perfecto, la contrición del corazón y el deseo de la gracia santificante, elementos esenciales  para el perdón de los pecados. Pecar contra el Espíritu Santo quiere decir desear permanecer en el pecado y rechazar de plano la gracia santificante, cerrando el corazón, voluntaria y libremente, a la acción de la gracia y a todo posible arrepentimiento. Es no solo rechazar el Bien Supremo e Infinito que es Dios, sino también es desear el Mal en sí mismo, por el mal mismo. Para que Dios perdone un pecado, necesita que el hombre desee ser perdonado, lo cual implica desear la gracia y aceptar la gracia que nos lleva a desear ser perdonados. Cuando no se quiere recibir la gracia, es porque se desea permanecer en el pecado, libre y voluntariamente, lo cual es un rechazo voluntario y libre de la santidad otorgada por el Santificador, Dios Espíritu Santo, lo cual a su vez constituye un agravio al Espíritu Santo, que es imperdonable.
Continúa el Papa Juan Pablo II, analizando a Santo Tomás: “Según tal exégesis, esta blasfemia no consiste, propiamente, en decir palabras ofensivas contra el Espíritu Santo, sino que consiste en no querer recibir la salvación que Dios ofrece al hombre a través del Espíritu Santo que actúa en virtud del sacrificio de la cruz”. El pecado contra el Espíritu Santo no es decir palabras ofensivas contra el Espíritu Santo, sino no querer que el Espíritu Santo actúe en el propio corazón a través de la gracia, removiendo el pecado y concediendo la justificación, el estado de gracia, merecido para nosotros por Jesucristo, por su sacrificio en cruz.
Dice el Papa: “Si el hombre rechaza la “manifestación del pecado” que viene del Espíritu Santo (Jn 16,8) y que tiene un carácter salvífico, rechaza, al mismo tiempo, la “venida” del Paráclito (Jn 16,7), “venida” que tiene lugar en el misterio de Pascua, en unión con el poder redentor de la Sangre de Cristo, Sangre que “purifica la conciencia de las obras muertas” (Heb 9, 14). Sabemos que el fruto de una tal purificación es la remisión de los pecados. En consecuencia, quien rechaza al Espíritu y la Sangre (cfr. 1 Jn 5, 8) permanece en las “obras muertas”, en el pecado”[2]. Es decir, el Espíritu Santo, con su luz, nos ilumina para que nos demos cuenta del pecado en el que estamos inmersos y a esto se refiere con la “manifestación del pecado” que viene del Espíritu Santo; si se rechaza esta luz del Espíritu Santo que nos hace ver nuestro pecado, se rechaza al mismo tiempo al Espíritu Santo que viene con la Sangre de Cristo, Sangre que “purifica al alma de las obras muertas”, al remitir los pecados. Quien rechaza al Espíritu Santo rechaza la Sangre de Cristo –y también, el que rechaza la Sangre de Cristo rechaza al Espíritu Santo, que viene con la Sangre de Cristo- y por lo tanto, permanece en las obras muertas del pecado, permanece en el pecado.
Puesto que el Espíritu Santo es Dios Santificador, ya que a Él se le atribuye la obra de la santificación de las almas –a Dios Padre se le atribuye la Creación y a Dios Hijo la Redención-, el rechazo del Espíritu Santo constituye una blasfemia contra la Tercera Persona de la Trinidad porque no se lo quiere, ni a Él, ni a su obra, que es la remisión de los pecados y la santificación del alma, según afirma el Papa Juan Pablo II: “Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste, precisamente, en el rechazo radical de esta remisión de la cual él es el dispensador íntimo, y que presupone la verdadera conversión que él opera en la conciencia”[3]. Si se rechaza al Espíritu Santo, se rechaza su acción santificadora y se impide la verdadera conversión, permaneciendo el alma en el pecado por su propia decisión.
El pecado contra el Espíritu Santo no puede perdonarse, ni en este mundo ni en el otro, porque el alma voluntariamente rechaza a Aquél que es el único que puede convertirla, dándole la gracia del arrepentimiento perfecto del corazón y llenando el alma de la gracia santificante. En otras palabras, el alma peca contra el Espíritu Santo cuando no desea convertirse ni hacer penitencia: “Si Jesús dice que el pecado contra el Espíritu Santo no puede ser perdonado ni en este mundo ni en el otro es porque esta “no-remisión” está ligada, como a su causa, a la “no-penitencia”, es decir, al rechazo radical de convertirse...”[4].
Los que así obran, cierran libremente las puertas de sus corazones a la acción santificadora del Espíritu Santo, para permanecer en el pecado: “El hombre permanece encerrado en el pecado, haciendo, pues, por su parte, imposible la conversión y, por consiguiente, también la remisión de los pecados, la cual él no juzga esencial ni importante para su vida. En este caso, hay una situación de ruina espiritual, porque la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de la cárcel en la cual él mismo se ha encerrado”.
Continúa el Papa Juan Pablo II: “La blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que presume y reivindica el “derecho” a perseverar en el mal –en el pecado, cualquiera que sea su forma- y por ahí mismo rechaza la Redención”. Tomar al pecado como “derecho humano”, es la máxima expresión de la malicia del corazón humano y la máxima ofensa contra el Espíritu Santo: en esta situación se comprenden todos aquellos pecados que el hombre reclama como “derechos”, como por ejemplo, el homomonio o unión marital entre personas del mismo sexo; la eutanasia, considerada como el derecho al suicidio; el aborto, es decir, el asesinato del niño por nacer, considerado como derecho humano, como derecho de la mujer. Enarbolar estos crímenes, estos pecados que claman venganza al cielo, como si fueran “derechos humanos” es propiamente pecar contra el Espíritu Santo, es blasfemar contra la santidad de Dios Trino, porque es elegir al mal y al pecado en lugar de la santidad divina.
El suicidio asistido encubierto bajo la falsa piedad de la eutanasia; la unión de tipo marital entre personas del mismo sexo; el asesinato salvaje del niño por nacer en el vientre de la madre por medio del crimen del aborto son, entre muchos otros, pecados contra el Espíritu Santo. Dios Trino nos libre de llamar “al mal bien y al bien mal”[5], que es en lo que se manifiesta el pecado contra el Espíritu Santo y que por intercesión de María Santísima abramos nuestros corazones, siempre y en todo momento, a la acción santificadora del Santo Espíritu de Dios.




[1] Cfr. Encíclica Dominum et vivificantem, n. 46; Libreria Editrice Vaticana.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. Is 5, 20: “¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!”.

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