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martes, 4 de marzo de 2014

Miércoles de Cenizas


(Ciclo A – 2014)
         Si bien parece un recordatorio, ya que la fórmula de imposición de cenizas así lo sugiere: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, la Cuaresma dista mucho de ser un mero recuerdo de la Pasión del Señor, o al menos no es un recuerdo como lo entendemos los hombres. Es un recuerdo, sí, pero con características muy especiales, ya que se hace en el tiempo de la Iglesia, que es un tiempo permeado por la liturgia, y la liturgia es un tiempo permeado por la eternidad del Ser trinitario de Dios Uno y Trino. Esto quiere decir que la memoria que se hace en la Iglesia adquiere connotaciones que no se limitan a un aspecto meramente psicológico, antropológico, sino que trascienden de modo absoluto al hombre para proyectarse a la eternidad de Dios Trino o, mejor dicho, es de Dios Trino de donde se originan los misterios litúrgicos que se celebran en la Iglesia y en donde se deben encontrar su raíz y es en donde deben ser contemplados.
         Precisamente, es a la luz del misterio trinitario y a la luz del misterio del Verbo de Dios hecho Hombre, que debemos meditar la frase de imposición de cenizas: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”: fuimos creados por Dios Trino para ser luz y amor por la eternidad, pero por el pecado de rebelión nos convertimos en ese polvo que se nos impone en la frente; a la vez, como esas cenizas que se nos imponen en la frente, se nos imponen con el signo victorioso de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, las mismas cenizas que nos recuerdan que nos convertiremos en polvo, nos recuerdan que si bien hemos de morir a causa de la fuerza de muerte que anida en la carne de pecado, hemos de resucitar a causa de la fuerza vital de gracia injertada por Cristo en nuestras almas en el Bautismo, en la Eucaristía y en los sacramentos en general.

         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, nos dice la Iglesia en el Miércoles de Ceniza, al inicio de la Cuaresma, para que recordemos que por el pecado, nos encaminamos hacia la muerte; “Recuerda que por la gracia santificante participas de la divinidad y te convertirás en el mismo Dios”, nos dice el mismo Cristo, para que recordemos que por la gracia, nos encaminamos hacia la vida eterna, hacia la feliz eternidad, en donde contemplaremos a Dios Trino cara a cara, en donde Dios será todo en todos, en donde viviremos la felicidad de una eterna Pascua.

jueves, 5 de diciembre de 2013

“…preparen los caminos, allanen los senderos”


(Domingo II - TA - Ciclo C – 2013-14)
         “…preparen los caminos, allanen los senderos” (Mt 3, 1-12). Juan el Bautista, el profeta que señala el fin del Antiguo Testamento y el comienzo del Nuevo, anuncia la próxima llegada del Mesías, que vendrá después de él y bautizará “en el Espíritu Santo y en el fuego” y como requisito previo a la llegada del Mesías, utiliza la imagen de “caminos preparados” y de “senderos allanados”. Esta es propiamente la tarea que como cristianos debemos hacer en Adviento, pero para entender qué es lo que quiere decir Juan el Bautista cuando dice que debemos “preparar los caminos y allanar los senderos”, tenemos que saber primero qué entendemos por “Adviento”.
Ante todo, “Adviento” –que significa “venida”, pero es también la traducción del griego “parusía”- tiene una primera acepción en sentido lato, en el sentido de que no está circunscripto a un tiempo litúrgico determinado, sino que se extiende a toda la vida del cristiano: en este sentido, Adviento es la espera de la Segunda Venida de Jesús, al final de los tiempos: en ese momento, hará juicio a las naciones apóstatas, derrotará al Anticristo y encadenará al demonio, hará desaparecer este mundo, dará comienzo a los “cielos nuevo y tierra nueva”, reinará por mil años, luego de lo cual vendrá el Juicio Final. Tomado en esta acepción todo tiempo del año es, para el cristiano, Adviento, porque habiendo sucedido ya su Primera Venida en la humildad de nuestra carne, esperamos su Segunda Venida en la gloria de la resurrección.
         Otra acepción de “Adviento” es en sentido estricto y aquí sí es un período determinado de tiempo, aunque no es un mero suceder lineal de los días, tal como sucede en el tiempo terreno. “Adviento”, en cuanto tiempo litúrgico, es el tiempo por el cual la Iglesia nos introduce en el misterio pascual de Cristo en la particularidad de su Encarnación y Nacimiento, su Primera Venida. Por la liturgia, la Iglesia me “conecta” con el misterio pascual de Cristo y me permite que yo alcance los frutos, que son la redención y la salvación; en Adviento, la Iglesia me une con Cristo y su misterio de salvación en la particularidad de su Primera Venida. El Adviento antes de Navidad es el tiempo litúrgico por el cual, mediante la liturgia, la Iglesia me une a Cristo en el misterio de su Primera Venida, para que yo alcance de Él los frutos de la salvación. La liturgia, en este sentido, es fuente de vida en sentido literal, porque si no hubiera liturgia de la Iglesia Católica, las almas no alcanzarían el fruto de la Redención de Cristo, la gracia divina obtenida al precio de su sacrificio en Cruz. Este es el Adviento que vivimos como tiempo litúrgico antes de la Navidad.
         Pero hay aun otra acepción de Adviento, hay otro Adviento, intermedio, y es el que se vive en cada Santa Misa: al inicio, esperamos que llegue, y llega en la consagración y viene a nosotros en la comunión eucarística. En la Santa Misa también vivimos un tiempo de Adviento, porque esperamos a “Cristo que viene” en la Eucaristía.
         Para estos tres Advientos –la participación por el misterio de la liturgia de su Primera Venida por el tiempo de Adviento; la espera de su Venida Intermedia en la Eucaristía por medio de la liturgia eucarística; la espera gozosa de la Parusía, es decir, de la Segunda Venida al final de los tiempos- es que debemos “preparar los caminos y allanar los senderos”, tal como lo dice Juan el Bautista.
Habiendo visto qué es lo que entendemos por Adviento, podemos entonces tratar de dilucidar la tarea propia del Adviento –tarea válida para los tres Advientos-, según San Juan Bautista, esto es, el “preparar los caminos y allanar los senderos”.
¿De qué se trata? Obviamente, no significa la tarea entendida literalmente, puesto que se trata de una figura que representa a los obstáculos que se interponen entre nosotros y el Mesías que viene.
De lo que se trata es de abatir las montañas de nuestra soberbia de vida, nuestra concupiscencia de la carne, porque todo esto nos separa de Cristo y nos impide recibirlo en su Llegada. La soberbia, pecado del cual nacen absolutamente todos los demás pecados –recordemos que la soberbia fue el pecado capital del diablo en el cielo, y la soberbia fue el pecado capital de Adán y Eva en el Paraíso, porque quisieron “ser como Dios” sin serlo-, y levanta entre el alma y Dios que viene como Niño, un muro infranqueable, una enorme y gigantesca montaña que dificulta hasta hacer imposible la unión entre Dios y el hombre.

         “…preparen los caminos, allanen los senderos”. Para Adviento, el tiempo litúrgico que nos acerca a Navidad, San Juan Bautista nos llama a la conversión del corazón, a dejar de mirar las cosas de la tierra, para mirar al Portal de Belén, en donde nacerá, para Navidad, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.

domingo, 24 de marzo de 2013

Lunes Santo



(Ciclo C - 2013)
         “A los pobres los tendrán siempre con vosotros, pero a Mí no me tendrán siempre” (Jn 12, 1-11). María Magdalena rompe un frasco de “perfume de nardo puro, de mucho precio”, y con él unge los pies de Jesús. Ante el gesto de María Magdalena, Judas Iscariote protesta ante Jesús, quejándose por el aparente derroche que significa usar el perfume de es manera, en vez de venderlo y dar el dinero a los pobres. Jesús responde aprobando el gesto de María Magdalena: “Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tendrán siempre con vosotros, pero a Mí no me tendréis siempre”.
         Con su respuesta, Jesús desenmascara las verdaderas intenciones de Judas Iscariote: no le interesan los pobres, como él fingidamente lo declama, sino que desea que se venda el perfume porque, sabiendo que es muy costoso, obtendrá dinero en cantidad, al que luego robará, porque “era ladrón” y “robaba lo que se ponía en la bolsa”. Fingiendo interesarse por los pobres y por las enseñanzas de Jesús, que predicaba la pobreza, Judas codicia en realidad el dinero, y el dinero mal habido, porque roba lo que estaba destinado precisamente a los pobres. Judas finge vivir la pobreza, pero en realidad ama el dinero. Con su respuesta, Jesús también saca a la luz las piadosas intenciones de María Magdalena: al usar un perfume caro y costoso para ungir los pies de Jesús, María Magdalena no está faltando a la pobreza, sino que está cumpliendo con el deber de piedad debido a Dios, ya que unge los pies de Jesús anticipándose y profetizando su próxima muerte en Cruz. Lejos de reprochar a María Magdalena, Jesús entonces aprueba que se use un costoso perfume, al ser utilizado en la unción de sus pies como anticipo profético de su Muerte redentora, y desaprueba la falsa solicitud de Judas Iscariote por los pobres.
Con este episodio, Jesús nos enseña la verdadera pobreza de la Iglesia y nos previene contra las ideologías que utilizan al pobre y a la pobreza para instrumentar a la Iglesia a sus fines ideológicos anti-cristianos: lo que se destina al culto litúrgico, no puede ser de mala calidad, y no es falta de pobreza utilizar lo mejor que el hombre pueda obtener con su industria, porque se  trata del culto debido a Dios, que es Creador, Redentor y Santificador. La liturgia, sobre todo la liturgia eucarística, debe brillar por su esplendor y por su riqueza, porque se trata de acciones dirigidas en honor a Dios Uno y Trino. Así, no es falta de pobreza usar, por ejemplo, cálices o elementos litúrgicos de material costoso, ni tampoco es faltar a la pobreza tener en el templo imágenes, esculturas, columnas, del mejor material. Por el contrario, usar elementos de mala calidad, so pretexto de la pobreza, es faltar a la virtud de la piedad y al culto debido a Dios, a quien debemos lo mejor, sea en el campo material o espiritual.
Con respecto a nosotros, sin embargo, sí cabe la pobreza, pero la verdadera pobreza, la pobreza santa de la Cruz, que consiste no en no tener nada –aunque a algunos, como a San Francisco de Asís, Dios les pida despojarse de todo lo material-, sino en no tener el corazón apegado a los bienes terrenos. Hay casos de santos, como Pier Giorgio Frassatti, que no renunciaron a sus bienes, pero con ellos ayudaron a los pobres, dando todo lo que tenían.
La pobreza santa, la pobreza de la Cruz, la que estamos llamados a vivir, se aprende contemplando a Cristo crucificado: no desear más bienes terrenos que los que nos lleven al Cielo –una Cruz de madera, una corona de espinas, tres clavos de hierro-, y acumular tesoros, pero tesoros espirituales, que se acumulan en el cielo, los tesoros con los que pagaremos nuestra entrada en el cielo: las obras de misericordia, corporales y espirituales, un corazón contrito y humillado, y la Comuniones Eucarísticas hechas con fe, amor y piedad, y almacenadas y custodiadas en el corazón, con avidez mayor a la del avaro que atesora monedas de oro en su caja fuerte.

viernes, 1 de abril de 2011

Jesús concede la luz al ciego de nacimiento; a nosotros nos concede el Espíritu Santo, para contemplarlo en la Eucaristía

Jesús otorga el don de la luz al ciego de nacimiento;
a nosotros, ciegos espirituales, nos concede el Espíritu Santo,
para que podamos contemplarlo a Él en la Eucaristía

Jesús concede al ciego de nacimiento una doble capacidad de ver: le concede la visión corporal, que le permite ver los cuerpos sensibles, ya que reestablece anatómica y fisiológicamente los tejidos dañados que permiten la captación de las ondas de luz: (suponemos que) reconstituye milagrosamente la retina, el nervio óptico, el lóbulo occipital, y de esa manera, el que era no-vidente, recupera la capacidad de ver[1]; pero también le concede una capacidad de percepción espiritual, superior a la percepción visual sensible: le concede la vista espiritual, por la cual puede reconocer en Él al Hijo de Dios: el ciego se postra delante suyo en señal de adoración, luego de reconocerlo como Hombre-Dios. El que era ciego y sin fe, luego del encuentro personal con Jesús de Nazareth, recupera la vista y cree en Dios encarnado. Ve con los ojos del cuerpo, y ve con los ojos del alma, es decir, tiene fe.

El episodio del evangelio, real en su historicidad, es al mismo tiempo un símbolo de la situación del alma humana frente al misterio de Jesucristo: el ciego de nacimiento es una figura del alma humana frente al misterio de Dios encarnado: el alma humana está ciega delante del Dios Jesucristo, debido a la grandeza intrínseca propia del ser divino. Frente a Dios encarnado, luz que proviene de la luz eterna que es el Padre, el alma humana se encuentra como un ciego, quien, aún teniendo delante suyo la luz, es incapaz de verla. La ceguera humana con relación al verdadero Dios se manifiesta de diversas formas, y una de esas formas, es la religiosidad errada, como por ejemplo la religiosidad de la Nueva Era. Los falsos caminos de la Conspiración de Acuario –la astrología, la meditación trascendental, el Tarot, el horóscopo, la hechicería-, son sólo una muestra de cómo, de no mediar una iluminación interior, el hombre por sus solas fuerzas no sólo es incapaz de ver la luz de Dios Trino, es incapaz de ver al Hijo encarnado, sino que se comporta al igual que un ciego, que sin una luz que lo ilumine y lo guíe con seguridad, equivoca el camino y se adentra en las tinieblas de senderos oscuros que sólo conducen a peligrosos abismos.

Tal vez el gran problema de hoy, no sea tanto el ateísmo, es decir, el no creer en Dios, sino en un deísmo irracional, el creer en formas irracionales de Dios, o en fuerzas oscuras y malignas tomadas como un dios. Es cierto que una gran cantidad de seres humanos no creen más; es verdad que cientos de millones de seres humanos no creen en Dios; es cierto que, principalmente entre los católicos, se da una gran apostasía, que los lleva a abandonar las filas de la Iglesia y a renegar de su fe. Pero para una gran parte de la humanidad, no es la indiferencia frente al misterio de Dios lo más característico, sino la búsqueda irracional de misterios irracionales, tal como los propone la Nueva Era. Si hay hoy ateísmo, hay también y como contrapartida, una gran sed de Dios, de misterio divino. Pero este deseo, estas ansias, legítimas, sino son conducidas e iluminadas por el Espíritu de Dios, llevan, por caminos equivocados, a fines erróneos, que no son Dios[2].

Todo otro camino fuera de la Iglesia Católica, guiada por el Vicario de Cristo, el Papa, es un camino equivocado, como lo es el camino de las sectas, de las falsas religiones, o como lo son los caminos de la Nueva Era, la más peligrosa de todas las sectas. Quien quiera adentrarse en el inmenso mar del misterio del único Dios verdadero, debe hacerlo bajo la égida de una guía segura, y la única guía segura es la Iglesia de Jesucristo, animada por su Espíritu. Por rechazar esta guía segura, por no poseer justamente esta guía que los conduzca a buen puerto, muchos se pierden en las peligrosas tinieblas del panteísmo, del animismo, de la superstición y de la idolatría. Esta guía segura, infalible, que partiendo de buen puerto nos lleva con seguridad a buen término, a la ciudad celestial de la Santísima Trinidad, es la Iglesia Católica[3].

Es la Iglesia Católica, y sólo Ella, quien nos indica cuál es el verdadero templo de los misterios; es Ella quien nos muestra que el lugar de los misterios del Hombre-Dios, es la liturgia. Para muchos, la liturgia –sobre todo la de la misa- es un misterio sin trascendencia o directamente no es un misterio, porque ignoran su valor más íntimo. O a lo sumo, es un simple y vacío ejercicio de piedad, por el cual Dios mismo debería estarnos agradecidos, si es que asistimos.

La liturgia, en cambio, debería ser vivida como lo que es: una celebración mistérica en el verdadero sentido de la palabra, un acontecimiento en donde el espíritu contemple, asombrado y extasiado, la profundidad del amor divino[4]. Cuántos buscadores de misterios, andan, como ciegos, a tientas, en la oscuridad, buscando la luz en lugares de tinieblas, cuando esa luz resplandece con todo el esplendor de su luz divina en el misterio de la liturgia de la Iglesia Católica. De allí que una vez reconocida la liturgia de la misa como verdadera celebración mistérica, que actualiza la Presencia personal de Jesucristo, el cristiano no puede ser atraído ni seducido por otras vías falsas, por más atrayentes que sean[5].

Una vez encontrada la mística Presencia salvadora de Jesucristo en su misterio pascual, una vez descubierta –por la acción iluminadora del Espíritu- en la liturgia de la misa el sacrificio eucarístico, que actualiza en el altar el único sacrificio de la cruz, todo lo que no sea la celebración de la misa, en la que brilla Cristo en el esplendor de su cruz y de su gloria, toda otra cosa, pierde interés y se hunde en las sombras. No en vano se pide al Espíritu Santo: “Infunde tu luz en nuestras almas”: pedimos, como el ciego, luz para ver, para que no sigamos en la oscuridad, buscando donde no hay nada, o donde sólo hay tinieblas. Y esta luz la concede el Espíritu del Padre en la liturgia y a través de la liturgia, para que podamos ver a su Hijo con la luz de la fe. En nuestra imaginación, reducimos el Espíritu Santo a un fantasma, a un ser irreal o inexistente, o creemos que hablar del Espíritu Santo en la Iglesia es sinónimo de sensiblería, de emocionalismo, y lo asociamos casi inevitablemente a las canciones de origen evangelista que proliferan en las ceremonias católicas; pensamos que la manifestación del Espíritu Santo consiste en provocar emociones, lágrimas, aplausos, gritos.

Y sin embargo, el Espíritu Santo, como dice San Agustín, es el “Alma de la Iglesia”[6], es Quien da vida y permea y penetra toda la liturgia[7], es Quien convierte el pan en el Cuerpo de Cristo en el altar –“infunde tu Espíritu sobre estas ofrendas”-, y es quien ilumina al alma para que contemple a Cristo Presente en su misterio pascual. A través de la liturgia, principalmente a través de la liturgia de la santa misa, por la acción iluminadora del Espíritu de Dios, el alma puede contemplar, en el misterio, la presencia salvífica del Hombre-Dios. De ahí que en la liturgia esté garantizado el encuentro personal con el Jesús histórico, el mismo que curó la ceguera del ciego de nacimiento, que es el mismo Jesús resucitado que vive en su Iglesia por medio de su Espíritu, que es el mismo Logos, el Verbo del Padre[8].

La Presencia real y viva, gloriosa y resucitada, del Jesús histórico, del Jesús que vivió en Palestina hace dos mil años, está garantizada y asegurada y es hecha real y posible por el Espíritu divino, que actualiza su Presencia personal por medio de la liturgia, especialmente en la santa misa.

La liturgia de la misa se convierte así en un gran misterio sobrenatural, que surge del seno mismo de Dios, ya que el rito litúrgico actualiza en su ser real, espiritual y divino, y no en la imaginación, en la emoción o en el deseo de los fieles, la Presencia en Persona de Jesús de Nazareth, Dios encarnado, el Hijo Eterno del Padre, encarnado en el tiempo en el seno virgen de María. Ofrecido como Víctima Santa delante de Dios[9], en el altar del cielo, está al mismo tiempo en el altar del sacrificio, delante nuestro y de Dios, ofreciéndose, como hace dos mil años, en la cruz; está en el centro del templo celestial, resucitado, así como está en el centro de su Iglesia, resucitado en la Eucaristía; la Jerusalén celeste es iluminada por el Cordero –su lámpara es el Cordero- y es iluminada también su Iglesia terrena por su Presencia Eucarística: el Cordero que alumbra a la Jerusalén celestial es el Cordero de Dios servido en el banquete del altar: “Éste es el Cordero de Dios”: el mismo que está en la gloria, delante del Padre, es el que viene a nuestras almas en cada comunión eucarística. Por esta misteriosa Presencia de Jesucristo, en el misterio de la liturgia eucarística, se reproduce el encuentro personal, secreto e íntimo, entre Jesús y cada alma, en el que es el mismo Jesús quien viene a nuestro encuentro en la Eucaristía: “...Jesús lo encontró...”, dice el evangelio, después de haber sido curado el ciego.

Y como el ciego, el alma, deseosa del encuentro con el Hombre-Dios, pregunta: “¿Quién es el Mesías, para que crea en él?”. Y Jesús le responde: “Soy Yo, el que te está hablando, a Quien ahora ves, con la luz de mi Espíritu, en la Eucaristía”.


[1] Existe un milagro del P. Pío, en el cual una no-vidente de nacimiento, recuperó la vista, sin recuperar la anatomía y la fisiología del sistema óptico.

[2] Cfr. Odo Casel, Liturgia come mistero, Ediciones Medusa, Milán 2002, 29.

[3] Cfr. ibidem, 29.

[4] Cfr. Casel, ibidem.

[5] Cfr. Casel, ibidem, 30.

[6] Sermo CCLXVII, n. 4.

[7] Cfr. Francois Charmot, La Messe, source de sainteté, Ediciones Spes, París 1959, 57.

[8] Cfr. Congregación para la Doctrina de la fe, Declaración Dominus Jesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 9.

[9] Cfr. Charmot, ididem, 209.

lunes, 7 de marzo de 2011

El significado de la Cuaresma


La Iglesia inicia un nuevo período cuaresmal, el cual tiene una duración de cuarenta días, para conmemorar los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto.

Pero, ¿cuál es el sentido último de la Cuaresma? ¿Lo único que hace la Iglesia es conmemorar, hacer presente por el recuerdo, los cuarenta días de Jesús en el desierto?

La Cuaresma tiene un sentido mucho más profundo que un mero recuerdo, y un significado sobrenatural inmensamente más grande que la mera evocación de la estadía de Jesús en el desierto.

En Cuaresma –como en todo tiempo litúrgico-, la Iglesia se introduce en el misterio sobrenatural del Hombre-Dios Jesucristo, pero esta introducción en el misterio no se reduce a un mero recuerdo de la memoria: la Iglesia, por la gracia divina que, brotando del Hombre-Dios como de su fuente, se derrama sobre ella de modo continuo, se vuelve partícipe de su vida y de sus misterios, lo cual quiere decir que, para la Iglesia, y por el influjo de la gracia, las acciones salvíficas del Hombre-Dios se vuelven actuales y se renuevan por medio de la liturgia.

La presencia de la acción salvífica de Jesús implica una unión espiritual e íntima por la gracia de los bautizados con Cristo, por medio de la liturgia, y a su vez, por el misterio de la liturgia, implica la contemporaneidad de la Iglesia, de sus miembros, con Cristo, en una misteriosa pero real participación al eterno “hoy” del Dios eterno[1].

Uniéndonos a Cristo en el misterio, nos volvemos contemporáneos suyos, y Él es, para nosotros, su Iglesia, ni pasado ni futuro, sino nuestro presente, que permanece siempre con nosotros[2]. Se establece así una íntima comunión de vida y de amor, ya en la tierra, como anticipo de la que se dará en el cielo, con Cristo, al tomar parte, de modo esencial, de su vida y de su obra[3], porque la acción salvífica de Cristo se continúa y se actúa en el tiempo, misteriosamente, por la participación de los fieles en la liturgia.

Esto quiere decir que la Iglesia se vuelve partícipe, por la liturgia, de la vida de Jesús, y particularmente, en el tiempo de Cuaresma, participa de modo activo de su ayuno y de su oración en el desierto, es decir, de modo real y no figurado, y de modo real y no meramente en el recuerdo.

De esto se sigue la validez, la actualidad y el sentido del ayuno corporal, de la abstinencia de carne los viernes, de la penitencia, de la mortificación, y del aumento de la oración: si el Señor de los cielos ayuna y ora en el desierto, por la salvación de los hombres, ¿puede la Iglesia, en sus miembros particulares, laicos y sacerdotes, banquetear, alegrarse según las alegrías del mundo, disiparse en los vanos festejos de la mundanidad, participar de la exaltación de la carne, tal como se da en los carnavales? De ninguna manera: la Iglesia debe hacer ayuno y oración, penitencia y mortificación, para acompañar a su Señor que por los hombres se priva de manjares y sufre sed, calor y frío en el desierto. La Iglesia, en Cuaresma, debe internarse en un desierto espiritual, acompañando a Jesús que reza en el desierto de arena.

La Cuaresma de la Iglesia está anticipada y prefigurada en los cuarenta años en los que el Pueblo Elegido peregrinó por el desierto, hasta llegar a la Tierra Prometida, la ciudad de Jerusalén, en donde se encontraba el Templo: así como los judíos peregrinaron por cuarenta años por el desierto, bajo el sol ardiente y bajo el frío helado de la noche, alimentándose del maná bajado del cielo, y calmando su sed con el agua de la roca: “Moisés alzó la mano y golpeó la peña con su vara dos veces. El agua brotó en abundancia, y bebió la comunidad y su ganado” (cfr. Num 20, 11).

Del mismo modo, así la Iglesia, Nuevo Pueblo Elegido, peregrina por el desierto del mundo, en pos de la Tierra Prometida, la Nueva Jerusalén, la Jerusalén celestial, en donde está el Templo y el Sacerdote de la Nueva Alianza, Cristo Jesús; la Iglesia peregrina en el desierto del mundo, y sus miembros caminan en el mundo buscando de evitar el sol ardiente de las pasiones y bajo el frío helado de los corazones sin Dios, alimentándose del Nuevo Maná, del “verdadero pan del cielo” (cfr. Jn 6, 32), el Cuerpo sacramentado de Cristo Jesús en la Eucaristía, bebiendo del agua cristalina de la gracia, que brotó como un manantial inagotable de la Roca traspasada, el Corazón abierto del Salvador en la cruz.

El significado entonces de la Cuaresma no se limita a un mero recuerdo piadoso: se trata de participar, por la gracia, por la fe, y por el misterio de la liturgia, de la Pasión salvadora del Hombre-Dios, y es así como no solo se justifican el ayuno, la penitencia y la oración, sino que se da a estos un sentido salvífico, porque se convierten en el ayuno, en la penitencia y en la oración de Jesús, el Cordero Inmaculado.


[1] Cfr. Casel, O., Il mistero del culto cristiano, Edizioni Borla, Roma 1960, 193.

[2] Cfr. Casel, ibidem.

[3] Cfr. ibidem.

lunes, 15 de febrero de 2010

Miércoles de Cenizas



Con el Miércoles de Cenizas, se inicia el tiempo litúrgico denominado “Cuaresma”. ¿Cuál es el significado de la Cuaresma, a la cual damos inicio? El significado de la Cuaresma es contemplar los misterios de la vida de Cristo desde un ángulo particular, el de la Pasión. En otras palabras, en el ciclo litúrgico de la Cuaresma, la Iglesia mira la vida de Cristo desde el punto de vista de la Pasión. Ése es el significado de la Cuaresma: mirar la vida de Cristo, enfocándola desde la Pasión; contemplar los misterios de Cristo desde la Pasión.
Pero para vivir la Cuaresma como nos pide la Iglesia, hay que considerar además otro elemento, que forma parte del misterio que contemplamos y celebramos: la liturgia no es sólo contemplación pasiva; no es sólo un recuerdo de la memoria: la liturgia de la Iglesia Católica es participación viva en los misterios y en la vida del Señor, por eso la Iglesia en Cuaresma –como en todo otro tiempo litúrgico- no solo mira, sino que participa, misteriosa y sobrenaturalmente, mediante la liturgia, de la misma Pasión del Señor, uniéndose a Él en su sacrificio redentor.
Al iniciar la Cuaresma, recordamos entonces la vida de nuestro Señor Jesucristo, pero lo hacemos desde la Pasión, y no hacemos un mero recuerdo, sino que, como Iglesia, por la liturgia, participamos de sus misterios; por la liturgia, nos adentramos, vivimos, los misterios salvíficos del Señor Jesús.
Es como si retrocediéramos en el tiempo y nos introdujéramos en los momentos más dolorosos y tristes de la vida de Jesús, para vivir, en Él y con Él, el dolor de su Pasión. Vivir la Cuaresma es entonces un don inapreciable, porque nos permite ser partícipes del misterio de la redención, obrado en la Pasión y muerte del Salvador del mundo, Jesucristo.
La Cuaresma se caracteriza por la caridad y el ayuno, pero no de cualquier manera: vividas en Cristo, siendo partícipes de su Pasión, la caridad se convierte en una prolongación de la caridad de Cristo, del amor de Cristo, que es lo que salva al mundo; el ayuno –corporal, pero ante todo, el ayuno de las obras malas- se convierte en un recuerdo del dolor que nuestros pecados le produjeron al Sagrado Corazón y lo llevaron a la agonía en el Huerto de los Olivos. El ayuno del mal se convierte en un pequeño alivio del inmenso dolor que le causamos a Jesús en su Pasión a causa de nuestra maldad, manifestada en nuestros pecados.
Si la Cuaresma no se debe vivir como un mero recuerdo, tampoco la ceremonia de las cenizas debe ser un rito vacío: las cenizas nos recuerdan que esta vida tiene destino de muerte: así como el olivo muerto se convierte en ceniza, así nuestra vida se disuelve en la muerte; pero también nos debe alentar el recuerdo de la resurrección del Señor, que imprime un nuevo giro y un nuevo sentido a nuestra vida, porque si morimos en Cristo, resucitaremos en Cristo, como si las cenizas se convirtieran en nuevos ramos de gloria que no se marchitarán jamás.
La Cuaresma no puede nunca ser vivida sin la perspectiva de la resurrección: a la cruz le sigue la luz; a la Pasión le sigue la Resurrección.
En la ceremonia litúrgica y en la Misa del Miércoles de cenizas, está compendiada toda nuestra existencia y nuestro destino eterno: si las cenizas nos recuerdan nuestra vida destinada a la muerte, la Eucaristía, mediante la cual ingresa en nosotros Cristo resucitado, no solo nos recuerda que a la muerte le sigue la resurrección, sino que nos concede la vida misma de Cristo resucitado.
Es con esta mirada centrada en la Resurrección, que se debe vivir el tiempo de la Cuaresma.