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martes, 29 de julio de 2025

“¿Para quién será lo que has acumulado?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C- 2025)

            “¿Para quién será lo que has acumulado?” (cfr. Lc 12, 13-21). En el Evangelio de hoy se plantean dos temas: el pecado de la avaricia, que es la acumulación egoísta y desmedida de bienes materiales y el tema de la muerte, no tanto el de la muerte en sí misma, sino en el vivir esta vida terrena como si no existiera una vida eterna, un Juez al cual dar cuenta de nuestros actos y un destino eterno, cielo e infierno, al cual habremos de ser destinados según nuestras acciones libremente realizadas en esta vida. El pecado de la avaricia se ve retratado en la construcción y acumulación innecesaria, por parte del hombre de la parábola, de graneros y más graneros -lo que equivaldría, en términos actuales, a vehículos, propiedades, bienes raíces, campos, cuentas bancarias, etc.-, que van más allá de lo necesario para el sustento cotidiano; después de acumular hasta el hartazgo, el hombre de la parábola se felicita a sí mismo, dice el Evangelio, porque -y aquí está el segundo error- supone que tiene “para bastantes años”; por el contrario, Dios, lejos de felicitarlo por haber acumulado en vano tantas riquezas, lo llama “insensato”: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has acumulado?”[1]. Dios llama al hombre “insensato”, y según la Real Academia Española, un sinónimo de “insensato” es “tonto”, “aquel que actúa de manera imprudente e irreflexiva”, aquel que actúa sin usar lo que diferencia al hombre del animal, la inteligencia. Es decir, lejos de felicitar al hombre por su conducta avara, Dios lo reprocha en sus dos aspectos: por haber acumulado en forma avara y por no haber pensado que podía morir esa misma noche, con lo cual todos esos bienes acumulados no le servían para nada. Entonces, el reproche de Dios no va dirigido a la sucesión de los bienes, aunque eso pudiera parecer en un primer momento, porque Dios le dice: “Insensato, ¿para quién será lo que has acumulado?”, pero no es la herencia de los bienes lo que le importa a Dios, sino que lo que Dios le quiere hacer ver al alma es la inutilidad de acumular bienes, porque los bienes materiales de esta vida, no se llevan a la otra. En el ataúd no hay espacio más que para el cuerpo, y para la ropa que se lleva puesta. Y si esa ropa luego será alimento para los gusanos, entonces no hay nada, absolutamente nada que sea llevado de esta vida a la otra. Éste es el sentido de la pregunta: “¿Para quién será lo que has acumulado?”: “¿Para qué acumulas en esta vida, sino habrás de llevarte nada a la otra?”.

          El otro aspecto del reproche divino hacia el hombre de la parábola es el de no pensar en la muerte, en el sentido de que esta vida terrena no es para siempre y que, tarde o temprano, en el momento fijado por Dios desde la eternidad, cada uno de nosotros debemos de atravesar el umbral de la muerte para ingresar en la eternidad. Tan cierta es esta realidad, que esta vida terrena es solo una preparación para la muerte, esta vida terrena, dicen los santos de la Iglesia Católica, es en realidad una preparación para ingresar a la vida eterna, en el Reino de los cielos. Pero sucede que si no nos preparamos para el Reino de los cielos, en el momento de morir, al no estar preparados, indefectiblemente seremos arrojados al Reino de las tinieblas, al Infierno eterno, que es la Segunda Muerte o Muerte Eterna o Verdadera Muerte.

          Como fruto envenenado de la religión del Anticristo, la secta de la Nueva Era, la New Age o Conspiración de Acuario, se han difundido, especialmente en el seno de la Iglesia Católica, teorías falsas y anticristianas sobre la muerte y es por eso que no solo en las falsas religiones, sino en el seno mismo de la Iglesia Católica, se difunden toda clase de falsedades acerca de las postrimerías, es decir, acerca de la muerte y del más allá. Se han introducido teorías sincretistas, budistas, hinduistas, ocultistas, que mezclan al catolicismo con la reencarnación, la migración de almas, la transmutación, la disolución en un cosmos impersonal, etc., todas teorías absolutamente incompatibles con la Revelación de Jesucristo y con el Dogma Católico. Por ejemplo, se cree, con absoluta liviandad, que la muerte es una aventura de la cual se puede regresar, como en el caso de las películas demoníacas de Harry Potter[2]. Dicho sea de paso, en estos días se está llevando a cabo una producción de una serie de Harry Potter por parte HBO y las críticas se basan en aspectos superficiales, como por ejemplo, el aspecto de los actores, el uso de CGI o el uso de tomas reales, el rechazo de la autora J. K. Rowling a la ideología LGBT (lo cual está bien, dicho sea de paso) etc., cuando la verdadera crítica debería ser que la serie no debería hacerse por ser satanismo explícito y por inducir a la iniciación al ocultismo a generaciones enteras de niños y adolescentes. Regresando al tema de las teorías anticristianas sobre la muerte, todas estas son teorías falsas y engañosas, que buscan dar la idea de que no hay un Dios que castigue las obras malas y premie a las buenas, y buscan así tranquilizar las conciencias, porque si en la otra vida no hay ni premio ni castigo, entonces en esta hay que hacer lo que se nos venga en gana, total, nadie nos pedirá cuenta de nada.

            Esto es un gran engaño: hay un Dios que está esperando inmediatamente después de traspasado el umbral de la muerte para juzgar al alma en lo que se cono como “Juicio Particular”, en donde el alma recibe la justa sentencia merecida según sus obras libremente realizadas en la vida terrena: si obró el bien, merecerá el Cielo; si obró el mal, merecerá el Infierno y esto porque Dios es Justo Juez, no puede dejar de premiar al bueno y de castigar al malo.

          El alma no se disuelve en la nada, ni es aniquilada, ni comienza a migrar en búsqueda de nuevos cuerpos para comenzar a vivir una nueva vida en la tierra, como equivocadamente dice la teoría de la reencarnación: el alma comparece inmediatamente ante Dios, apenas se separa del cuerpo en el momento de la muerte y su destino es, o el Cielo, o el Infierno, siendo el Purgatorio un destino temporal, por así decirlo, antes de entrar en el Cielo.

            Que el infierno sea un lugar real y posible, nos lo dice Santa Teresa de Ávila, quien, en vida, fue transportada por Dios al infierno, al lugar que estaba reservado para ella. Dice así la Santa: “Después de haber pasado bastante tiempo en que Dios me favorecía con grandes regalos, estando un día en oración me encontré, sin saber cómo, metida dentro del infierno. Entendí que el Señor quería que viese el lugar que se me tenía preparado por mis pecados. Todo ocurrió en un instante pero, aunque viviere muchos años, nunca lo olvidaré. La entrada se parecía a un callejón largo y estrecho como la entrada de un horno, baja, oscura y angosta. El suelo era como de lodo que apestaba y repleto de alimañas. La entrada terminaba en una concavidad en una pared, como un nicho. Allí fui colocada a presión. Todo lo que vi era una delicia en comparación a lo que sentí en aquel lugar. Sentí un fuego en el alma que no sé explicar cómo es. Unos dolores corporales tan horrendos que no se pueden comparar con los que aquí tenemos, a pesar de haber soportado yo muy dolorosas enfermedades. Al mismo tiempo, vi que había de ser sin fin y sin ninguna interrupción. Pero todo eso es nada, absolutamente nada, en comparación a la agonía del alma; una angustia, una asfixia, una tristeza tan penetrante y atroz que no hay palabras para expresarla. Decir que es como si siempre nos estuvieran arrancando el corazón, es poco. Es como si el mismo corazón se deshiciera en pedazos, sin término ni fin. Yo no veía quién me producía los dolores, pero sí sentía los tormentos. En ese nauseabundo lugar no hay modo de sentarse ni de recostarse. En el agujero en que estaba metida hasta la pared no había alivio alguno, pues hasta las mismas paredes, que son horrendas, aprietan y todo ahoga. No hay luz sino oscuras tinieblas. Yo no entiendo cómo puede ser esto que, sin haber luz, todo lo que nos puede acongojar por la vista se ve. El Señor me hizo un gran favor al mostrarme el lugar del cual me había librado por su misericordia. Pues una cosa es imaginarlo y otra cosa verlo. La diferencia que existe entre los dolores de esta tierra y los tormentos del infierno es la misma diferencia que hay entre un dibujo y la realidad. Quedé tan espantada que, aunque ya pasaron seis años desde eso aún ahora, al escribirlo, me tiembla todo el cuerpo. Desde entonces todos los trabajos y dolores no me parecen nada. (…) Ruego a Dios que no me deje de su mano pues ya he visto a dónde iré a parar. Que no lo permita el Señor por ser Él quien es. Amén”[3].

Pero en la otra vida no sólo espera el fuego del infierno: también espera el fuego del Amor de Dios, que envuelve al alma no sólo sin provocarle dolor, sino llenándola de un gozo y de una alegría indescriptibles. Nuestro Señor se le apareció a Santa Brígida, y Él permitió que un santo, alguien que murió confesado, le dijera qué era lo que experimentaba en el cielo. Dice así Santa Brígida: “Aparecióse a santa Brígida un santo, y le dijo: Si por cada hora que en este mundo viví, hubiera yo sufrido una muerte, y siempre hubiese vuelto a vivir nuevamente, jamás con todo esto podría yo dar gracias a Dios por el amor con que me ha glorificado; porque su alabanza nunca se aparta de mis labios, su gozo jamás se separa de mi alma, nunca carece de gloria y de honra la vista, y el júbilo jamás cesa en mis oídos”.

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has acumulado?”. Ninguno de los bienes materiales que acumulemos en esta vida habremos de llevarnos a la otra vida, por lo tanto es inútil acumularlos, pero sí debemos acumular tesoros espirituales, porque esos sí nos serán de mucha utilidad, según las palabras de Jesús: “No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6, 19-21). Los tesoros espirituales son las obras de misericordia, sean espirituales o corporales; los tesoros espirituales son obras de caridad, de compasión, de piedad, de amor a Dios y al prójimo; son horas de adoración al Santísimo y de oración del Rosario; son rezos a los santos y a las almas del Purgatorio; los tesoros espirituales son comuniones eucarísticas hechas con fervor, con piedad, con amor y en estado de gracia y con sincero y profundo deseo de unión íntima en el Amor del Espíritu Santo con el Sagrado Corazón de Jesús. Esos son los tesoros que debemos acumular, y no las riquezas materiales, que de nada sirven para la vida eterna.     

            “Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Que ahora, y en la hora de nuestra muerte, nuestro tesoro sea la Santa Eucaristía, para que nuestro corazón repose en ella; que nuestro tesoro sea la Divina Eucaristía, para que cuando muramos, nuestro corazón sea abrasado en el horno ardiente del Amor del Sagrado Corazón de Jesús.

 





[1] https://www.rae.es/diccionario-estudiante/insensato. insensato, ta

1. adj. Dicho de persona: Que piensa o actúa de manera imprudente e irreflexiva. Un conductor insensato se ha saltado el semáforo. Tb. m. y f. Es una insensata, ¿a quién se le ocurre bañarse en un lago helado?

[2] Harry Potter satánico: http://www.nlbchapel.org/potter.htm

[3] Autobiografía.


martes, 29 de agosto de 2023

“¡Ay de vosotros, fariseos hipócritas!”

 


“¡Ay de vosotros, fariseos hipócritas!” (Mt 23, 27-32). Jesús trata muy duramente a los fariseos, quienes eran un movimiento político-religioso judío, creían en la Ley de Moisés y ejercían las funciones sacerdotales judías, haciendo hincapié en la pureza sacerdotal, tanto para ellos, los fariseos, como para el resto del Pueblo Elegido[1]. Luego formarían la base para el judaísmo rabínico, surgido en el siglo II d. C. A pesar de esto, es decir, a pesar de formar una parte importante para el Pueblo Elegido, puesto que eran los sacerdotes en el tiempo de Jesús, Él, Jesús, los trata muy duramente, calificándolos de “hipócritas”.

Ahora bien, siendo Jesús el Hombre-Dios y el Sumo y Eterno Sacerdote, no hace esta acusación en vano y acto seguido, da las razones del porqué les dice esto: los fariseos, según el dictamen de Jesús, habían invertido la Ley de Moisés y habían reemplazado el amor a Dios y al prójimo, por el amor egoísta a sí mismos, porque buscaban ser reconocidos por los hombres, buscaban el halago de sí mismos y además se apropiaban indebidamente de los tesoros del templo; además, exigían a los demás el cumplimiento de normas absurdas, que eran normas inventadas por ellos, colocando el cumplimiento de estas normas humanas, por encima del primer y más importante mandamiento de la Ley, el amor a Dios y al prójimo.

Esta inversión de la Ley, dejar de lado el mandamiento de amar a Dios y al prójimo, por normas humanas inventadas por los fariseos mismos y el deseo de vanagloria y de bienes materiales, es lo que lleva a Jesús a calificarlos de “hipócritas”, porque hacia afuera, hacia los demás, aparentaban piedad, devoción y amor a Dios, mientras que por dentro, estaban “llenos de rapiña”, como les dice Jesús, comparándolos con las tumbas de los cementerios: por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de cadáveres en proceso de putrefacción, porque se aman a sí mismos y no a Dios en primer lugar, cometiendo el mismo pecado de soberbia del Ángel caído, Satanás.

 “¡Ay de vosotros, fariseos hipócritas!”. No debemos creer que la dura acusación de Jesús a los fariseos se limita a ellos: también nosotros, que formamos el Nuevo Pueblo Elegido, podemos cometer los mismos pecados de los fariseos, la soberbia, la avaricia, la auto-idolatría y, por lo tanto, podemos ser objetos de la misma acusación de Jesús. Para que esto no suceda, debemos esforzarnos por hacer lo que Jesús nos dice en el Evangelio: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.

jueves, 10 de junio de 2021

“Acumulen tesoros en el Cielo”


 

“Acumulen tesoros en el Cielo” (Mt 6, 19-23). Es natural que el ser humano desee acumular bienes materiales, puesto que es parte del instinto de supervivencia: al poseer bienes materiales, el ser humano piensa que su porvenir está asegurado. Esta tendencia a poseer bienes materiales no es, en sí misma, un pecado, ni tampoco está mal desde el punto de vista moral, porque es verdad que los bienes materiales son necesarios para el normal desarrollo de la vida natural. Sin embargo, como consecuencia del pecado original, esta tendencia a poseer bienes materiales se desordena con frecuencia y se convierte en avaricia, cuando la acumulación de bienes materiales es desproporcionada para las necesidades vitales del ser humano. Ejemplos de avaros codiciosos que acumulan excesivas riquezas terrenas se encuentran en abundancia entre los que pertenecen a la secta pestífera del comunismo: por ejemplo, Cristina Kirchner, tiene más de quinientas mil hectáreas; la hija del dictador comunista Hugo Chávez, posee una fortuna de cinco mil millones de dólares, sin haber cumplido aún los cuarenta años; Fidel Castro, el dictador comunista cubano, tiene una fortuna de más de mil millones de dólares, y así podríamos seguir hasta el infinito. La avaricia se caracteriza, en cierta medida, por el deseo desordenado de acumular riquezas materiales, por lo que al decirnos Jesús que “no acumulemos tesoros en la tierra”, nos está haciendo un bien, al advertirnos de la inutilidad de la excesiva acumulación de riquezas materiales. Sin embargo, si bien Jesús nos pide que no acumulemos tesoros en la tierra, sí nos pide que acumulemos otra clase de tesoros, no en la tierra, sino en el cielo y así lo dice explícitamente: “Acumulen tesoros en el cielo”. En otras palabras, Jesús, mientras nos advierte acerca de la inutilidad de acumular excesivos tesoros terrenos, nos alienta y anima en cambio a “acumular” tesoros en el cielo. Y aquí toma relevancia la palabra “acumular”, porque esta palabra implica, por sí misma, un exceso de aquello que se acumula. Entonces, según Jesús, debemos poseer bienes terrenos en su justa medida, pero debemos ser como “avaros”, por así decirlo, para poseer bienes en el cielo, porque debemos poseer el mismo deseo de acumular tesoros terrenos que tiene un avaro, pero para bienes celestiales y en el cielo. En ese sentido, debemos ser como los avaros, pero de bienes celestiales y no terrenos o materiales.

Si debemos acumular tesoros en el cielo, surge entonces la siguiente pregunta: ¿de qué bienes celestiales habla Jesús? ¿Cuáles son esos “bienes celestiales” que sí debemos acumular, ya desde la vida terrena? Los bienes celestiales son muchos y muy variados y todos, sin excepción, dependen de una condición: de poseer el alma en gracia, porque si no se está en gracia, no se pueden acumular bienes celestiales. Volviendo a estos, podemos decir que es un bien celestial, por ejemplo, una Comunión eucarística realizada con el mayor amor y la mayor devoción de la que seamos capaces; un bien celestial es realizar cualquier obra de misericordia, sea corporal o espiritual y así es un bien espiritual, por ejemplo, rezar el Rosario, ofrecer un sacrificio o un ayuno por las Almas del Purgatorio y así por el estilo.

         “Acumulen tesoros en el Cielo”. No seamos avaros, en el sentido de desear poseer excesivos e inútiles bienes materiales; seamos “avaros” en el buen sentido, en el sentido de acumular tesoros, en lo posible, infinitos, en el Cielo. Y el más grande de los tesoros que poseemos, aquí en la tierra, es la Sagrada Eucaristía, por lo que comulguemos con amor y fervor y adoremos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y hagamos en gracia obras de misericordia, para así poseer abundantes bienes en el cielo, bienes de los que disfrutaremos eternamente una vez que hayamos atravesado el umbral de la muerte terrena.

viernes, 29 de julio de 2016

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C – 2016)

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” (Lc 12, 13-21). En la parábola del hombre necio que acumula con avidez bienes terrenos sin preocuparse por su bien espiritual, no sólo hay una advertencia contra la avaricia, la codicia, la usura, sino que hay además un llamado a meditar en lo breve y pasajero de esta vida y en lo que nos espera en la otra vida. En otras palabras, además de advertirnos acerca de la usura y del hecho de que “no se puede servir a dos señores” (cfr. Mt 6, 24), es decir, a Dios y al dinero, sino a uno de dos, Jesús nos invita, en esta parábola, a meditar en los novísimos: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo e infierno. La parábola es una invitación a hacer caso de la Palabra de Dios: “Medita en las postrimerías y no pecarás jamás” (Eclo 7, 40).
La parábola nos advierte entonces, por un lado, acerca de la vanidad de la codicia, que hace acumular bienes materiales uno tras otro, lo cual es una tarea, por lo menos, inútil, pues ninguno de estos será llevado al más allá, ya que a la otra vida sólo nos llevamos bienes espirituales, esto es, las obras buenas realizadas y el amor a Dios y al prójimo que se tenga en el corazón. Lo que nos garantizará la entrada en el Reino de los cielos no es la acumulación de oro y riquezas materiales, sino la Sangre de Jesucristo, su gracia santificante y las obras de misericordia realizadas con su Amor y en su Amor. Acumular bienes terrenos es una necedad, porque el tiempo de esta vida es fugaz, aun cuando se viva hasta ciento veinte años (dicho sea de paso, en estos días salió la noticia de quien sería la persona más anciana de Argentina y tiene ciento dieciséis años[1]), y así lo dice la Escritura: “Nuestra vida dura apenas setenta años, y ochenta, si tenemos más vigor: en su mayor parte son fatiga y miseria, porque pasan pronto, y nosotros nos vamos” (Sal 90, 10). Y otro Salmo dice: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo; enséñanos a vivir en tu voluntad” (Sal 90). No sabemos cuándo llegará nuestra muerte, pero llegará y, para cuando llegue, de nada nos servirán los bienes materiales, porque no llevaremos ni un gramo de oro a la otra vida, sino sólo las riquezas espirituales que hayamos podido acumular en el cielo con las buenas obras, como dice Jesús: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 20). Es decir, Jesús no nos dice que no atesoremos tesoros en absoluto: nos dice que no atesoremos vanamente tesoros materiales, pero sí nos anima a atesorar –y aquí sí, con la avidez de un avaro- tesoros celestiales, esto es, buenas obras, caridad, misericordia, vida de gracia, cargar la cruz de cada día. Así lo dice San Ignacio de Antioquía: “Vuestras cajas de fondos han de ser vuestras buenas obras, de las que recibiréis luego magníficos ahorros”[2]. Y antes de eso, dice: “Vuestro bautismo ha de ser para vosotros como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas (…) tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros”[3]. En esto consiste el tesoro que debemos acumular, y no las riquezas terrenas.
Pero además de invitarnos a reflexionar acerca de la inutilidad de acumular tesoros terrenos, la parábola nos invita también a meditar en los novísimos, esto es, no solo en la muerte terrena, sino en lo que viene después y lo primero que viene después de la muerte es el juicio particular, en donde toda nuestra vida quedará desplegada ante nuestros ojos y la veremos tal como la ve Dios, con lo que sabremos, a la luz de la Divina Justicia, qué es lo que merecemos como destino de eternidad de acuerdo a si nuestras obras son buenas o malas. En la muerte corporal, al mismo tiempo que se cierran los ojos corporales, se abren los ojos del espíritu, y podemos ver en consecuencia, con toda claridad, lo que aquí veíamos sólo por la fe. Luego de la muerte, contemplaremos a Dios tal como es Él, un “piélago de substancia infinita”[4], un océano infinito de Amor eterno, y nos daremos cuenta de que si hemos muerto con faltas de perdón, enojos, frialdades, desatenciones al Amor de Dios, deberemos purificarnos en esas faltas de amor que constituyen los pecados veniales; también nos daremos cuenta que, si hemos muerto en gracia, es decir, con el corazón lleno del Amor a Dios y al prójimo, entonces sí merecemos estar delante de Dios, que es Amor infinito y eterno; por último, en el juicio particular, nos daremos cuenta de que, si hemos muerto separados del Amor de Dios -es decir, en pecado mortal- y puesto que una vez atravesado, por la muerte, el umbral de la eternidad, es imposible regresar, sabremos que nuestro destino eterno es el lugar en donde ya no hay Misericordia Divina, sino sólo la Divina Justicia, esto es, el infierno.
“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. Dios califica de “insensato” –sin sentido común, sin razón- a quien, guiado por la avaricia, acumula tesoros materiales, en vez de acumular “tesoros en el cielo”. No da lo mismo acumular tesoros materiales que espirituales y si bien el destino eterno para los que, con avaricia, aman el dinero, es terrible, el destino eterno para quienes acumulen tesoros en el cielo, es inimaginablemente maravilloso, tal como lo relata San Agustín en el poema dedicado a su madre, Santa Mónica, en su muerte. En dicho poema, San Agustín hace hablar a su madre, como estando ya en la gloria de Dios, describiendo la hermosura de los gozos celestiales: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos ¡Si pudieras ver con tus ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen! Créeme: cuando la muerte venga a romper tus ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, tu alma venga a este Cielo en el que te ha precedido la mía, ese día volverás a ver a quien te amaba y que siempre te ama, y encontrarás su corazón con todas sus ternuras purificadas. Volverás a verme, pero transfigurada/o y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando contigo por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás”[5]. Es para gozar de esta dicha celestial, que se deriva de la contemplación de la Trinidad y del Cordero, que debemos, como avaros, acumular tesoros, pero no materiales, sino celestiales: mansedumbre, bondad, misericordia, vida de gracia.





[1] Cfr. Verónica Toller, Cumplió 116 años y dicen que es la más anciana de la Argentina; http://www.clarin.com/sociedad/Cumplio-anos-dicen-anciana-Argentina_0_1622237891.html
[2]  Carta a san Policarpo de Esmirna, Cap. 5, 1-8, 1. 3: Funk 1, 249-253.
[3] Cfr. San Ignacio de Antioquía, passim.
[4] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica.
[5] La muerte no es el final; cfr. http://www.sabiduriadeunpobre.com/public/Fray%20Tomas%202.htm

domingo, 20 de octubre de 2013

“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”


“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas” (Lc 12, 13-21). Con la parábola de un hombre rico que se despreocupa por su destino eterno, Jesús nos advierte acerca del peligro que significa apegar el corazón al dinero y a las riquezas terrenas: puesto que estas riquezas materiales proporcionan una falsa sensación de seguridad, llevan a la persona a olvidarse de que esta vida se termina pronto y que luego habrá de dar cuentas a Dios, Juez Supremo, sobre el uso que dio a dichos bienes. La avaricia, la acumulación excesiva e inútil de riquezas terrenas, conlleva el peligro de la muerte eterna, porque hace despreocuparse al hombre acerca de su Juicio Particular, y esta es la razón por la cual Jesús nos pide que no pongamos nuestro corazón en estas riquezas.
“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Jesús nos advierte que la avaricia nos lleva a apegar el corazón a los bienes materiales y que esto es un grave impedimento para entrar en el cielo, pero al mismo tiempo nos hace ver que hay otras riquezas a las que sí tenemos que apegar el corazón, riquezas de las cuales sí tenemos que ser “sanamente avaros”, y son las riquezas espirituales, riquezas que son tesoros inestimables que sí tenemos que “acumular en el cielo”, donde “ni la polilla ni el orín corrompen y donde los ladrones no minan ni hurtan” (Mt 6, 19-20); Jesús nos pide que apeguemos nuestro corazón no a las riquezas terrenas, sino a las riquezas del cielo, porque “allí donde esté nuestro tesoro, allí estará nuestro corazón” (Mt 6, 21). Para quien desea acumular bienes con avaricia, que acumule bienes sí, pero espirituales en el cielo, y no los bienes materiales en la tierra, porque Jesús vendrá a buscarnos de improviso y para ese día tenemos que tener los bolsillos vacíos de dinero –llamado “el excremento del demonio” por los santos y por el Papa Francisco recientemente-, y el corazón lleno de tesoros celestiales, el primero de todo, la gracia santificante.
“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. La vida terrena de un hombre no está asegurada por las riquezas materiales, pero sí está asegurada su vida eterna por sus riquezas espirituales: su amor a Dios y al prójimo; su caridad manifestada en obras; su mortificación; su fe; sus obras de misericordia; sus asistencias a Misa como si estuviera yendo al Calvario; sus comuniones sacramentales y espirituales hechas con amor y devoción; sus rezos diarios del Santo Rosario; su consagración diaria al Inmaculado Corazón de María; su ofrecimiento diario en la Santa Misa como víctima de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, a favor de sus hermanos; su oración y mortificación constante pidiendo la propia conversión, la de los seres queridos y la de todo el mundo.

Es esto entonces lo que nos dice Jesús, con relación a las riquezas: “Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas; atesoren, en cambio, tesoros en el cielo, porque esas riquezas les procurarán la eterna bienaventuranza”.