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domingo, 30 de enero de 2022

“El Espíritu del Señor está sobre Mí”

 


(Domingo III - TO - Ciclo C – 2022)

          “El Espíritu del Señor está sobre Mí” (Lc 1, 1-4; 4, 14-21). Jesús, que es un rabbí judío, es decir, un letrado en la religión hebrea, sube al estrado para leer las Sagradas Escrituras. No es por casualidad que abre las Escrituras en el pasaje en el que Dios habla a través del Profeta Isaías –nada hay por casualidad en la vida y en las obras de Jesús-, pasaje en el que el Mesías revela que “el Espíritu de Dios” reposa sobre Él y que Dios lo ha enviado para una misión: dar la vista a los ciegos, curar a los enfermos, llevar la salvación a los hombres. Ahora bien, el hecho verdaderamente asombroso no es que Jesús lea el pasaje del Profeta Isaías, sino que Jesús se auto-atribuya ese pasaje como dedicado a Él; es decir, según las propias palabras de Jesús, el Mesías al cual hace referencia el Profeta, sobre el cual se posa el Espíritu del Señor y por medio del cual lo envía a cumplir una misión sobre la humanidad, se refiere a Él, Jesús de Nazareth. Esto provoca una gran admiración entre los asistentes a la sinagoga, porque para ellos, Jesús era un habitante más del pueblo, el “hijo del carpintero”, “el hijo de José y María”, alguien que había crecido entre ellos, como un hijo más entre tantos, como un hijo de vecino más entre tantos. Y sin embargo, Jesús, que es Dios Hijo en Persona, encarnado en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, revela la verdad acerca de la divinidad de su Persona, con lo cual revela al mismo tiempo que Él es hijo adoptivo de San José, Hijo de María Virgen e Hijo del Eterno Padre, tan Dios como su Padre Dios.

          “El Espíritu del Señor está sobre Mí y me ha enviado a curar a los enfermos y a liberar a los cautivos”. Que nadie se engañe acerca del envío y la misión del Mesías, Jesús de Nazareth: Él ha venido para principalmente curarnos de la lepra espiritual que es el pecado, lepra que nos cerraba las puertas del Cielo y nos abría las puertas del Infierno; Él ha venido para sanarnos de esta lepra espiritual con su gracia santificante y ha venido también para liberarnos de la esclavitud de la muerte y del Demonio para conducirnos, en la libertad de los hijos adoptivos de Dios, a la felicidad eterna del Reino de los cielos. Jesús no ha venido para liberarnos de la pobreza material ni para hacer de este mundo un “mundo feliz”, sino para convertirnos en hijos adoptivos de Dios, en herederos del Reino de los cielos y en adoradores del Padre, “en espíritu y en verdad”.

viernes, 3 de junio de 2016

“¡Muchacho, a ti te digo, levántate!”


(Domingo X - TO - Ciclo C – 2016)

         “¡Muchacho, a ti te digo, levántate!” (Lc 1, 11-17). Jesús resucita un muerto, lo cual demuestra que Él es Dios en Persona, tal como lo declara, porque sólo Dios puede hacer un milagro de esta magnitud. Sólo Dios, que es el Creador del alma y del cuerpo, y por lo tanto es su Dueño y Señor, puede ordenar al alma, que por la muerte se ha separado del cuerpo, que vuelva a unirse con el cuerpo para insuflarle vida nuevamente, tal como la tenía antes de su separación; sólo Dios, el Creador de la materia y por lo tanto del cuerpo del hombre, puede hacer, con su omnipotencia, que el cuerpo, que ya ha comenzado el proceso de descomposición orgánica propia de la muerte y que lo convierte, de cuerpo vivo en cuerpo muerto, cadavérico, se retrotraiga en los fenómenos característicos de la muerte –rigidez, frialdad, descomposición orgánica-, para regresar al estado previo a la separación del alma. El milagro es una prueba contundente y evidente de la veracidad de las palabras de Jesús: Él afirma ser Dios Hijo en Persona; hace milagros que sólo Dios en Persona puede hacer; luego, Él es Quien dice ser, Dios Hijo en Persona, igual en naturaleza, dignidad y majestad, que Dios Padre. Jesús obra estos milagros movido por el Amor infinito y misericordioso de su Sagrado Corazón, que se compadece de nuestro dolor, pero al mismo tiempo es su deseo de que, si alguien no cree que Él sea Dios en Persona por sus palabras, lo crea siquiera por “sus obras”, esto es, sus milagros: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 31-42). En otras palabras, Jesús les dice: “Si no me creen lo que les digo, de que Yo Soy Dios Hijo en Persona, créanme al menos por los milagros, y así sabrán que Yo Soy Dios como mi Padre, que es Dios”.
         Ahora bien, si un milagro como el de resucitar un muerto es una prueba contundente para creer y afirmar la divinidad de Jesús, hay otro milagro, mucho más grande que el resucitar un muerto, realizado por la Iglesia, en la Santa Misa, por medio del sacerdote ministerial, y que sirve para creer que la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, es la única Iglesia verdadera, y este milagro es el milagro de la transubstanciación, es decir, la conversión de las substancias inertes, inanimadas, sin vida, del pan y del vino, en las substancias gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Eucaristía. Si Jesús en el Evangelio hace un milagro asombroso, el dar la vida a un cuerpo inerte, sin vida, por el cual el cuerpo vuelve a la vida que tenía antes y así prueba que Él es Dios Hijo en Persona, la Santa Iglesia Católica, en la Santa Misa, hace un milagro infinitamente más grande y prodigioso, el convertir la substancia inerte, sin vida, de las ofrendas del pan y del vino, para convertirlas en las substancias vivas y gloriosas de su Cuerpo, su Sangre, su Alma y Divinidad.

“¡Muchacho, a ti te digo, levántate!”. Jesús realiza este milagro para demostrar su divinidad y para aliviar el dolor de la viuda de Naím, cuyo hijo único había muerto, concediéndole algo que ni siquiera se había imaginado, que su hijo vuelva a vivir, luego de haber estado muerto. Del mismo modo, si la Iglesia obra, por el sacerdocio ministerial, un milagro como el de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, un milagro que ni los ángeles del cielo, con sus poderosas inteligencias angelicales podrían siquiera haber imaginado alguna vez, y lo hace no solo para aliviarnos el dolor de las tribulaciones de la vida presente, sino para, ante todo, concedernos el Amor infinito y Eterno que envuelve con sus llamas su Sagrado Corazón. Si nos asombra el milagro de la resurrección de un  muerto, mucho más debe asombrarnos el milagro de la Eucaristía, ocurrido cada vez, en la Santa Misa, milagro por el cual Jesús nos revela las profundidades insondables de su Amor misericordioso por todos y cada uno de nosotros. Si la viuda de Naím se alegró porque su hijo fue vuelto a la vida, siendo así destinataria privilegiada del Amor de Dios, cuánto más debemos entonces alegrarnos nosotros por la Eucaristía, por el cual el Hijo de Dios nos da la Vida eterna y su Divino Amor.

martes, 15 de marzo de 2016

“Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy”


“Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy” (Jn 8, 21-30). En el momento en el que Jesús sea crucificado, es decir, cuando más inerme y desamparado parezca a los ojos de los hombres, cuando todos piensen que sus enemigos han triunfado sobre Él, entonces quienes lo crucifiquen sabrán la Verdad acerca de Jesús: sabrán que Él es Dios, puesto que “Yo Soy” es el nombre propio de Dios: “Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy”. En otras palabras, al aplicarse a sí mismo el nombre propio de Dios –“Yo Soy”-, Jesús se está auto-revelando a sí mismo como Dios. Lo que resulta paradójico es que el momento en el que, quienes lo crucifiquen, sepan quién es Él, es el momento de la crucifixión, el momento de mayor debilidad y desamparo, y la razón es que Dios se manifiesta con toda su omnipotencia en la debilidad aparente de la cruz, para confundir y derrotar a los tres grandes enemigos mortales de la humanidad: el demonio, el pecado y la muerte. Además, en el momento en el que Jesús sea “levantado en alto”, es decir, crucificado, no solo serán derrotados para siempre estos tres grandes enemigos del hombre, sino que se producirá la efusión del Espíritu Santo en las almas de los que contemplen a Jesús crucificado y será el Espíritu Santo quien les infundirá el conocimiento sobrenatural acerca de Jesús de Nazareth: el que es levantado en la cruz no es un hombre más entre tantos, aunque tampoco es un profeta ni un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos: el Crucificado es Dios Hijo en Persona, que en la cruz despliega su omnipotencia divina y efunde el Amor de su Sagrado Corazón.

“Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy”. No solo quienes asistían el Viernes Santo a la crucifixión de Jesús, fueron iluminados por el Espíritu de Dios, quien les hizo saber que Jesús era el Hombre-Dios: todo aquel que, arrodillado ante Jesús crucificado, bese con fe y con amor sus pies clavados y sangrantes y le confiese sus pecados, se humille ante Él y le pida su divino perdón, recibirá la iluminación interior del Espíritu de Dios que no solo le hará saber que Jesús es Dios, sino que incendiará su corazón en el Fuego del Divino Amor, para que ame a su Dios, crucificado para la salvación de los hombres, y lo unirá a Cristo y en Cristo lo llevará al Padre y lo unirá a Él en el Divino Amor. En la cruz, Jesús no solo se da a conocer como el Hombre-Dios, sino que insufla su Espíritu en las almas para que las almas se unan al Padre en el Divino Amor.

viernes, 27 de junio de 2014

Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo


(Ciclo A – 2014)
         “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra, edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 13-19). En este Evangelio, Jesús hace dos cosas muy importantes para su Iglesia: nombra a Pedro como Vicario suyo en la tierra, es decir, lo nombra como Papa, como Sucesor suyo, y promete a su Iglesia el triunfo sobre las fuerzas del Infierno, al fin de los tiempos.
En un primer momento, Jesús pregunta a sus discípulos acerca de qué es lo que dice la gente acerca de Él; no porque no lo sepa, ya que Él, en cuanto Hombre-Dios, es omnisciente, sino porque los está preparando para la próxima revelación, que seguirá a continuación. La respuesta que da la multitud, la gente, es una respuesta equívoca, errónea: unos creen que es Juan el Bautista, otros, Elías, otros, Jeremías, otros, alguno de los profetas. La multitud, inevitablemente, tiene una imagen distorsionada acerca de Jesús. Luego, Jesús pregunta a los discípulos, acerca de su identidad, acerca de quién es Él, y antes de que cualquiera responda, el primero en responder, de entre todos los discípulos, es Pedro quien responde, dando la respuesta correcta: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
         Es muy importante tener en cuenta lo que Jesús dice a continuación, porque en las palabras de Jesús está la clave de la respuesta correcta de Pedro: “Feliz de ti, Pedro, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”. Es decir, el hecho de creer que Jesús es Dios Hijo en Persona; que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada en una naturaleza humana; que es el Verbo de Dios en Persona quien ha asumido hipostáticamente, es decir, personalmente, a una naturaleza humana, para divinizarla, sin confundir las naturalezas divina y humana, de manera tal que quien ve a Jesús ve al mismo Dios Hijo en Persona y no a un hombre más entre tantos, es algo que no puede ser conocido por la sola razón humana; ese conocimiento lo ha dado Dios Padre, y eso es muy importante, porque quien sabe eso, sabe luego que la Eucaristía no es un pedacito de pan bendecido, sino que es el mismo Jesús en Persona, porque Jesús, el Hombre-Dios, y la Eucaristía, son una misma cosa. Quien tiene el conocimiento, dado por Dios Padre, de que Jesús es Dios Hijo en Persona, tiene también el conocimiento de que la Eucaristía no es un simple trozo de pan, sino que es ese mismo Jesús, el Hijo de Dios, que está oculto, invisible, en algo que parece un poco de pan, pero ya no es más pan, porque no está más la substancia inerte, sin vida, del pan material, sino que está la substancia gloriosa del Hijo de Dios vivo, Jesús, el Mesías, el Hombre-Dios, el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.
         Esta es la importancia de la afirmación de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Si nos mantenemos unidos a la fe del Papa, que es la fe de la Iglesia, estaremos siempre iluminados por el Espíritu Santo, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, y permaneceremos siempre en la Verdad, y nunca caeremos en las tinieblas del error.
         Luego de nombrar a Pedro como Vicario suyo en la tierra, le da a la Iglesia no solo la promesa de su asistencia hasta el fin de los tiempos, sino que le promete la victoria sobre el Infierno: “Las puertas del Infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”. Esto significa que a lo largo de la historia, pero sobre todo al fin de los tiempos, se dará, entre el Infierno y la Iglesia, entre las fuerzas de las tinieblas y las fuerzas del cielo, presentes en la Iglesia, una lucha sin cuartel, en la cual el Infierno parecerá, en un determinado momento, que habrá triunfado, pero eso será solo en apariencia, porque la Presencia de Jesucristo hará que las fuerzas infernales, cuando crean que hayan triunfado, sean en ese momento, derrotadas para siempre. La aparición del Anticristo, en medio de la Iglesia, confundirá a muchos cristianos, porque pensarán que el Anticristo es Cristo, y por eso la fe de muchos vacilará, y la Iglesia se conmoverá en sus cimientos, y es por eso que los que permanezcan fieles a Jesús y a la Iglesia deberán pasar una muy dura prueba de fe, de tal magnitud, que muchos vacilarán en la fe, porque el Anticristo intentará cambiar la Ley de Dios, para acomodarla a los caprichos y placeres de la naturaleza humana corrompida por el pecado original, y hará creer que eso, es la voluntad de Dios. En otras palabras, el Anticristo, haciéndose pasar por Cristo, en el seno de la Iglesia, intentará cambiar los Mandamientos de la Ley de Dios y los Sacramentos, para acomodarlos a la naturaleza humana caída, haciendo pasar el pecado como algo bueno y virtuoso, y esto pondrá a prueba la fe de muchos.
Esto está escrito en el Catecismo de la Iglesia Católica: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”[1].
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra, edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella”. Unidos a nuestro Papa Francisco, el Vicario de Cristo, que nos da la fe de la Iglesia, estaremos siempre iluminados por Dios, y reconoceremos siempre a Cristo en la Eucaristía (no olvidemos que siendo cardenal en Buenos Aires, reconoció un portentoso milagro eucarístico), y de esa manera, viviremos siempre iluminados por la luz que brota del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
        





[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 675.