Mostrando entradas con la etiqueta Epifanía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Epifanía. Mostrar todas las entradas

domingo, 5 de enero de 2014

Epifanía del Señor





         Luego del Nacimiento la Nochebuena se ilumina, desde el Portal de Belén, con un resplandor más brillante que el de cientos de miles de soles juntos y la razón es que el Niño que ha nacido es Dios encarnado y como “Dios es luz” (1 Jn 5) y luz eterna, luego de su Nacimiento, el Niño Dios irradia su luz, la luz que brota de su Ser trinitario y que se derrama desde el Pesebre sobre la Iglesia, el mundo y los hombres. En esto consiste la “Epifanía” o “manifestación”: en que la gloria divina, que es luz, se irradia a través del Niño de Belén, manifestándose de esta manera ante los hombres la gloria de Dios que estaba oculta en los cielos eternos. Ahora, por la Encarnación y Nacimiento del Hijo de Dios en Belén, esa gloria se manifiesta –Epifanía- y se hace visible, de modo que todo aquel que contempla al Niño Dios, contempla la gloria de Dios encarnada y, al contemplarla, es iluminado por ella, porque la gloria de Dios es luminosa. Esta es la razón por la cual la Iglesia contempla extasiada, en Epifanía, a la gloria de Dios que, hecha Niño, se manifiesta ante Ella y agradece a Dios por este admirable don, aplicándose a sí misma la exclamación del Profeta Isaías que dice: “La gloria de Dios brilla sobre ti” (60, 1).
         De todos los que se acercan al Niño Dios en su Epifanía o manifestación, se destacan de un modo particular los Reyes Magos, en cuyas personas debe el cristiano meditar, a fin de aprender de ellos, puesto que su figura esconde muchas enseñanzas importantes para la vida espiritual y, sobre todo, para el momento de la comunión sacramental.


         Los Reyes Magos visitan al Niño Dios, aunque no son hebreos, sino paganos y esto quiere decir que no conocen a Cristo; sin embargo, guiados por la Estrella de Belén, emprenden un largo viaje y, dejando atrás el mundo por ellos conocido, llegan hasta el Portal y se postran en adoración ante su Presencia ofreciéndole los dones que llevan consigo: oro –en reconocimiento de la Divinidad del Niño-, incienso –el ofrecimiento de la propia oración y adoración- y mirra –en reconocimiento de la Humanidad santísima del Niño-.
Por otra parte, los Reyes Magos, ante la Epifanía del Señor, es decir, ante la manifestación visible de su gloria y majestad, a pesar de ser ellos reyes y por lo tanto pertenecientes a la nobleza, deponen sus coronas reales en señal de humillación y adoración al Niño de Belén, en quien los Reyes Magos ven, no a un niño más entre tantos, sino a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. Es decir, a pesar de ser Reyes, dejan sus coronas en el suelo y se inclinan con la frente en tierra para adorar al Niño, en quien reconocen a Dios encarnado. 
Otro aspecto que se destaca en los Reyes es que son “Magos”, es decir, poseen conocimientos y sabiduría superiores a los habituales, pero no solo no se dejan vencer por la soberbia y el orgullo que surgen en el alma humana cuando se cree superior a los demás, sino que con toda humildad, deponen también ante el misterio del Niño Dios todo su conocimiento y toda su inteligencia, no por ser el misterio del Niño de Belén algo irracional sino, por el contrario, porque reconocen en el Niño a la Sabiduría encarnada, ante la cual todo conocimiento humano es igual a nada, y así despojados de sus propios conocimientos, para rinden a Dios hecho Niño el homenaje de una inteligencia que se anonada ante la manifestación en carne de la majestad divina.


         De esta manera, los Reyes Magos son figura, ejemplo y modelo del alma del bautizado que se acerca a comulgar a Cristo en la Eucaristía: así como los Reyes Magos no formaban parte del Pueblo Elegido, sino que provenían de los gentiles, así también el católico antes de su bautismo pertenecía a los gentiles, porque no formaba parte del Pueblo Elegido, pero del mismo modo a como los Magos son llamados por la Estrella de Belén para que, dejando su mundo pagano lleguen ante la Presencia de Dios hecho Niño y se postren en adoración, así el católico es llamado por la Nueva Estrella de Belén, la luz de la fe y de la gracia, para que, emprendiendo un viaje desde el mundo pagano y sin Dios, ser conducido hasta el Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico, y así postrarse en adoración ante la Presencia sacramental de Jesús en la Eucaristía. 
          Y al igual que los Reyes Magos, que postrándose ante el Niño le ofrecieron sus dones -oro, incienso y mirra-, así el alma que se acerca a comulgar debe ofrecerle sus dones que también son oro, incienso y mirra: oro, que es el reconocimiento de la divinidad de Jesucristo en la Eucaristía, escondida en algo que parece pan pero que no es más pan, porque es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; incienso, que es el ofrecimiento a Jesús Eucaristía de la propia oración y adoración; mirra, el reconocimiento de la Humanidad santísima de Jesús, gloriosa y resucitada, Presente en el Santísimo Sacramento del altar con la misma gloria con la que se encuentran en los cielos.
          Así como los Reyes Magos, al adorar al Niño, dieron muestra de humildad al postrarse ante Él, del mismo modo el cristiano que se acerca a adorar al Niño Dios -que continúa y prolonga su Encarnación y Nacimiento en la Eucaristía-, no solo debe deponer su orgullo ante Jesús Eucaristía, sino que debe ofrecerle el homenaje de su propia reyecía -su condición de ser hijo adoptivo de Dios a causa del bautismo sacramental- y así, como hijo de Dios, debe postrarse ante Él y adorarlo, ofreciéndole al mismo tiemop el homenaje de su inteligencia, inteligencia que queda admirada, sorprendida y maravillada, ante el misterio asombroso del milagro de la Eucaristía, el misterio de un Dios de majestad y gloria infinitas que, por Amor, se manifiesta en la Iglesia primero como Niño en Belén y luego bajo la apariencia de pan en el Altar Eucarístico.
Por último, del mismo modo a como los Reyes Magos, luego de adorar al Niño, fueron inundados de su Amor y de su Alegría, también el cristiano que adora y comulga se sumerge en la Alegría y enel Amor incomprensible, inefable, eterno, de Dios,que se dona a su alma con todo su Ser, entregándose como Pan de Vida eterna, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad.

viernes, 4 de enero de 2013

Epifanía del Señor



(Ciclo C – 2013)
         “(Los Magos de Oriente) Se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas se postraron y lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (cfr. Mt 2, 1-12).
         Después de celebrar el Nacimiento y la Sagrada Familia, la Iglesia celebra la fiesta de la “Epifanía”, que en griego significa “manifestación”, y como se manifiesta lo que estaba oculto, la fiesta de la Epifanía significa la manifestación de la gloria de Dios, a través del Niño de Belén, a los paganos, representados en la persona de los magos de Oriente.
          Debido a que esta fiesta litúrgica se ha desvirtuado, principalmente por causa del secularismo y del mensaje que de la misma presentan los medios de comunicación, es necesario profundizar en algunos aspectos de la Epifanía del Señor, para recuperar su esencia y verdadero significado espiritual. De no hacerlo, predominará cada vez más la idea errónea transmitida por los medios de comunicación, y puesta en práctica por amplísimos sectores de cristianos secularizados, que viven esta fiesta litúrgica de un modo cada vez más anti-cristiano y pagano: se piensa que la fiesta de la Epifanía consiste en regalar a los niños toda clase de cosas materiales, y que la "misión" de los Reyes Magos se reduce a dejar esos regalos la noche anterior, hecho para lo cual los niños deben dejar pasto y agua para los camellos, además de dejar sus zapatos o zapatillas, a fin de que los Reyes Magos puedan identificar a los destinatarios de los regalos.
           Esta forma de festejar la Epifanía, sumada a un desconocimiento casi total acerca de qué en sí la Epifanía, lleva a que esta fiesta litúrgica adquiera alarmantes ribetes de neo-paganismo, puestos en evidencia por el carácter marcada -y exclusivamente- materialista con el que se la vive.
            Con el propósito, entonces, de recuperar su esencia espiritual, nos detendremos en algunos aspectos de la fiesta de la Epifanía, recordando que, como dijimos anteriormente, el término, de origen griego, significa "manifestación", y se trata de la manifestación de la gloria divina, que se hace visible a  través del Niño de Belén.
         Si esto es así, podemos preguntarnos de qué manera se manifestó esta gloria, porque según el Antiguo Testamento, nadie podía “ver la gloria de Dios” y “continuar viviendo” (cfr. Éx 33, 20). De la respuesta que demos a este interrogante, podremos determinar en qué consiste la fiesta litúrgica de la Epifanía.
         La respuesta la encontramos en el Misal Romano y en el Evangelio de Juan: en el Misal Romano, la Iglesia celebra el Nacimiento del Niño Dios, Nacimiento mediante el cual Dios, de naturaleza invisible y cuya gloria es inaccesible para el ser creatural, “manifiesta su gloria de un nuevo modo” (cfr. Prefacio de Navidad), haciendo “brillar el esplendor de su gloria ante nuestros ojos”; es decir, la Iglesia celebra el Nacimiento del Niño de Belén, Niño que manifiesta de un modo nuevo, visiblemente, la gloria divina, la misma que contemplan los ángeles y los santos en el cielo, a través de la Humanidad santísima del Niño recostado en el Pesebre. Es la misma gloria del Ser trinitario, que en los cielos atrapa con su inimaginable belleza a los ángeles y santos, que se manifiesta visiblemente, a través del Cuerpo y la Humanidad del Niño de Belén.
         El Evangelista Juan nos revela también que la gloria del Niño de Belén, es  decir, de Cristo, el Hombre-Dios, es la gloria de Dios: “Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito”.
         Es importante detenerse en este aspecto, el de la manifestación visible de la gloria de Dios a través del Niño de Belén, porque es en esto en lo que consiste precisamente la fiesta de la Epifanía -Dios manifiesta visiblemente su gloria a través del Niño del Pesebre, la misma gloria divina que no podía ser vista en el Antiguo Testamento, y la misma gloria que deja extasiados de alegría y amor a los habitantes del cielo-, y es lo que explica la actitud de los Magos de Oriente al acercarse al Niño, traídos por la Estrella: “cayendo de rodillas, se postraron y lo adoraron, y abriendo sus cofres, le ofrecieron oro, incienso y mirra”.
         Si el Niño del Pesebre no hubiera sido Dios Hijo encarnado, que manifestaba su gloria eterna, la misma que recibió de su Padre desde la eternidad, de un “modo nuevo”, es decir, a través de su Humanidad, no se explica la actitud de los Magos, de postrarse en adoración y de ofrecerle toda la riqueza que llevaban. Si ese Niño hubiera sido solamente un niño más, nacido en circunstancias un poco particulares, como el de nacer en una cueva de animales porque no tenían lugar en las posadas, su Madre habría sido una madre más entre tantas, como así también su padre, quien hubiera sido su verdadero padre y no su padre adoptivo; si ese Niño no hubiera sido el Niño Dios, que provenía del seno eterno del Padre, donde fue generado en la eternidad “entre esplendores sagrados”, para manifestar visiblemente la gloria divina de su Ser trinitario, entonces la Estrella de Belén no hubiera guiado a los Magos, y habría sido sólo un cometa más entre tantos, que casualmente se encontraba a la misma altura del lugar donde nació el Niño; si ese Niño no hubiera sido Dios Hijo en Persona, que venía a este mundo no en el fulgor inconcebible de su majestad infinita, sino en la frágil humanidad de un hijo de hombre, entonces la adoración y postración de los Magos no se justificaba, y la fiesta de la Epifanía en la Iglesia no debería tener lugar.
         Sin embargo, para consuelo de los creyentes, el Niño de Belén es Dios de Dios, Dios Hijo que proviene de Dios Padre; es “Luz eterna de Luz eterna”, que es concebido en el seno virgen de María por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y que nace de modo milagroso, “como un rayo de sol atraviesa un cristal”, convirtiendo a su Madre en Madre de Dios, y manifestándose a los hombres de todos los tiempos como el Dios de gloria y majestad infinita, que viene a nuestro mundo revestido de Niño, para que esa gloria del Ser trinitario, invisible para las creaturas, fuera visible a partir de su Nacimiento.
         Es este conocimiento, dado por el Espíritu Santo, el que tienen los Magos de Oriente al acercarse al Niño, y es por eso que se postran en adoración, porque reconocen en el Niño de Belén a Dios Hijo en Persona, que les muestra su gloria divina, la misma gloria del Tabor, la misma gloria de la Cruz, la misma gloria de la Eucaristía, porque en la Eucaristía se prolonga y continúa la Encarnación y Nacimiento del Niño Dios.
         “Cayendo de rodillas se postraron y lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra”. Los Magos, en quienes están representados los paganos, nos enseñan cómo rendir homenaje a nuestro Dios en su Epifanía, en la manifestación visible de su gloria invisible: “cayendo de rodillas, se postraron y lo adoraron”, y en señal de reconocimiento a su divinidad, le ofrecieron como don sus ofrendas materiales: oro, incienso y mirra.
         Nosotros no vemos, con nuestros ojos, al Niño Dios; no vemos, sensiblemente hablando, al Niño de Belén, tal como lo vieron los Magos de Oriente, pero no por eso nos quedamos sin la posibilidad de adorarlo, porque en la Eucaristía prolonga su Nacimiento el mismo Niño Dios, que nos manifiesta su gloria invisible “de un nuevo modo”, a través de las especies eucarísticas, porque así como estuvo el Niño tendido en un pesebre con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, así está ese mismo Niño en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
Por lo tanto, de la misma manera como los Magos le rindieron el homenaje de su adoración “cayendo de rodillas” ante el Niño de Belén, así nosotros también nos arrodillamos en signo de adoración a Jesús Eucaristía, y si ellos le dejaron ofrendas materiales, oro, incienso y mirra, nosotros le dejamos, al pie del altar eucarístico, el oro de la adoración, el incienso de la oración, y la mirra de la mortificación, junto a nuestro pobre corazón.
         

viernes, 6 de enero de 2012

Solemnidad de la Epifanía del Señor (2)



            Para Epifanía, la Iglesia se alegra porque sobre ella resplandece la luz de la gloria, aplicándose a sí misma la profecía de Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1ss).
         En esta fiesta, la Iglesia ve cómo, mientras el resto del mundo yace en tinieblas de muerte, para la Iglesia brilla una luz, que es la gloria del Señor, que “alborea” sobre la Iglesia. Hay un contraste radical entre el mundo y la Iglesia, porque mientras el mundo yace en “sombras” y en “tinieblas”, que no son otra cosa que las sombras y las tinieblas del pecado, de la ignorancia, del error, consecuencia del dominio del demonio, sobre la Iglesia resplandece la luz, que es vida y vida eterna, porque se trata del mismo Dios, que es luz: “Dios es luz y en Él no hay tinieblas” (1 Jn 1, 5).
         Sobre la Iglesia, en Epifanía, brilla una luz que es la gloria de Dios. No se trata de la gloria del mundo, obviamente, pero tampoco es la gloria tal como la contemplan los ángeles y los santos en el cielo. Es esa misma gloria, la que contemplan los bienaventurados, pero que se manifiesta de un modo desconocido para los hombres, “con un nuevo resplandor”, tal como lo dice el Prefacio I de Navidad[1]: es la gloria que se manifiesta a través de la Humanidad de la Palabra hecha carne; es la gloria que se manifiesta a través del cuerpo del Niño de Belén.
          Es por este que, quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria de Dios, que se hace visible a través suyo, y es en esto en lo que consiste la Epifanía de Belén.
         Es la misma gloria que se manifestará en la efusión de sangre en la Cruz, y por este motivo, quien contempla a Cristo crucificado, contempla también la Epifanía de la Cruz, la manifestación de la gloria de Dios.
         Pero la Iglesia, cotidianamente, también tiene su Epifanía; para la Iglesia, también alborea la luz de la gloria divina, diariamente; para la Iglesia, la gloria de Dios también se manifiesta con un nuevo resplandor, con un resplandor desconocido para el mundo, y esta manifestación, esta Epifanía de la Iglesia, es la que acontece en cada Santa Misa, porque es allí en donde la gloria de Dios aparece escondida bajo algo que parece pan: la Eucaristía.
         Por este motivo, quien contempla la Eucaristía con los ojos de la fe, no con los ojos del cuerpo, contempla la gloria de Dios.
         Como los Reyes Magos, que se llenaron de gozo al adorar la gloria de Dios manifestada en el Niño de Belén, y fueron a comunicar a los demás lo que habían visto y oído, así el cristiano, lleno de gozo por la adoración eucarística, debe comunicar a los demás, con obras de misericordia, la alegría de contemplar y adorar la gloria de Dios en la Eucaristía.       


[1] Cfr. Misal Romano.

Solemnidad de la Epifanía del Señor



         En pleno tiempo navideño, tanto la Iglesia como el profeta Isaías hablan de la aparición de la gloria de Dios sobre la Iglesia, y la liturgia nos dice que esto se verifica en el Misterio de Navidad y de Epifanía[1]. El día de la Epifanía, la Iglesia la Iglesia se aplica a sí misma las palabras del profeta Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1-22; Epist.).
         Ahora bien, si lo que vemos en tiempo de Navidad es un pesebre, con una escena familiar, una madre, un padre, un niño, más un grupo de curiosos que han venido atraídos por lo insólito del lugar del nacimiento, un pesebre, un establo, en vez de una posada, ¿de qué gloria se trata? No es, obviamente, la gloria de Dios, al menos según  las teofanías o manifestaciones del Antiguo Testamento, en las que Yahveh se manifiesta en medio de truenos y rayos, en medio de temblores de tierra y de humo (cfr. Éx 33, 20-33).
         Tampoco es la gloria de Dios tal como la contemplan, en el cielo y por la eternidad, los ángeles de luz.
         Tampoco es, obviamente, la gloria mundana, opuesta radicalmente a la gloria de Dios.
         ¿De qué gloria se trata?
         Nos lo dice la misma Iglesia, en el Prefacio I de Navidad: “Por la encarnación de la Palabra, la luz de tu gloria se nos ha manifestado con nuevo resplandor”[2]. Lo que la Iglesia nos dice es que “en la Encarnación de la Palabra” la gloria de Dios se nos manifiesta con un nuevo esplendor, y esa Palabra encarnada, que manifiesta el esplendor de la gloria de Dios de un modo nuevo, desconocido para los hombres, es el Niño de Belén. Quien ve al Niño de Belén, ve entonces a la gloria de Dios, que se manifiesta visiblemente, de modo que el Dios de la gloria, que habitaba en una luz inaccesible, y que era invisible a los ojos del cuerpo, ahora se hace visible, perceptible, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Quien contempla al Niño de Belén con la fe de la Iglesia, contempla la gloria de Dios, porque contempla al Kyrios, al Señor de la gloria, Aquel al que nunca habrían crucificado quienes lo crucificaron, si precisamente lo hubieran reconocido como al Señor de la gloria.
         La gloria que la Iglesia y el profeta cantan entonces en Navidad, como apareciendo sobre la Iglesia, la gloria que se manifiesta en la Iglesia es entonces la gloria del Niño de Belén, que no es la del mundo, sino la gloria de Dios, pero que brilla con nuevo resplandor, porque se hace accesible a través de la carne, de la humanidad del Niño Dios. Y como el Niño Dios de Belén será luego el Hombre-Dios que entregará su vida y derramará su sangre en el Calvario, será también en el Calvario, en la cima del monte Gólgota, en la crucifixión, en la efusión de sangre del Hombre-Dios, en donde la gloria de Dios se manifestará con su máximo esplendor.
         Pero si el Niño de Belén, que es luego el Hombre-Dios, manifiesta la gloria de Dios, porque en Belén la Palabra se encarna, haciéndola brillar con nuevo resplandor, y si se manifiesta con su máximo esplendor en el Calvario, en la efusión de sangre del Cordero de Dios, es en la Santa Misa en donde se dan ambas manifestaciones o, más bien, en donde la gloria divina se irradia también de un modo nuevo, a través de la Eucaristía. Quien contempla la Eucaristía, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe, contempla no un poco de pan bendecido, sino al Kyrios, al Señor de la gloria, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que renueva su sacrificio en cruz de modo incruento, sacramental, sobre el altar del sacrificio.
         Como los pastores, que ante el anuncio de los ángeles acudieron a adorar a su Dios que se les manifestaba como un Niño recién nacido y al adorarlo se llenaron de asombro, de alegría y de gozo; como los Magos de Oriente, que llenos de amor y de admiración se postraron delante del Niño Dios y le dejaron los dones de incienso, oro y mirra, también nosotros dejemos ante el altar eucarístico nuestros pobres dones: el oro del corazón contrito y humillado, el incienso de la oración, y la mirra de obras hechas con sacrificio en su honor, y adoremos a nuestro Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que se nos manifiesta en su gloria con un nuevo resplandor, el resplandor que surge del misterio eucarístico, y llenos de asombro, de alegría y de gozo por la manifestación del Hijo de Dios en la Eucaristía, comuniquemos al mundo la alegre noticia: la Eucaristía es el Emmanuel, el Dios entre nosotros, que se nos entrega como Pan de Vida eterna.


[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199.
[2] Misal Romano.

miércoles, 5 de enero de 2011

Adoremos al Dios omnipotente que se nos manifiesta como Niño


“Epifanía” quiere decir en griego “manifestación” o “aparición”. Se usaba en la liturgia de los antiguos emperadores romanos, cuando regresaban triunfantes de batallas en las que habían vencido a sus enemigos; se usaba también este término entre las antiguas religiones mistéricas, para designar la presencia de la divinidad en el ritual[1].

El término por lo tanto era usado en el ámbito profano y en el ámbito de las religiones antiguas, para designar la aparición de poderosos emperadores en medio de su pueblo, o de atemorizantes divinidades en medio de la asamblea.

Por el contrario, la Iglesia adopta y usa este término para designar la presencia de un niño recién nacido, tierno, frágil, que reposa en un pesebre. El contraste es evidente: “epifanía” significaba, para los antiguos, la aparición o manifestación de un emperador victorioso, que ingresaba en la ciudad en medio de gritos de triunfo, y de sonidos de trompetas, y de aclamaciones del populacho entusiasmado; “epifanía” significaba para los paganos la aparición de divinidades siniestras que, con su poder, atemorizaban y llenaban de miedo y de terror a sus fieles, amenazándolos con severos castigos si no cumplían lo que ellos exigían.

Para la Iglesia, el término “epifanía” se designa para la aparición de un frágil niño que acaba de nacer en un lugar remoto y desconocido de la tierra, ignorado por los grandes del mundo pero también por el pueblo, porque nace en un lugar oscuro, en una gruta, precisamente porque en el pueblo no encuentra lugar para nacer; “epifanía”, para la Iglesia, es el término que designa la aparición de un niño débil, pequeño, que acaba de nacer, que tiembla de frío y llora de hambre, que se encuentra necesitado de todo, como todo recién nacido. Es muy diferente la “epifanía” de la Iglesia, de la “epifanía” de los emperadores y de las divinidades de la Antigüedad.

Y sin embargo, este Niño, es más poderoso que todos los emperadores de todos los tiempos, y es más poderoso que cualquiera de las divinidades de las religiones paganas. Este Niño es Dios Hijo, y no necesita venir con poder, con majestad y con gloria, porque Él mismo es la Omnipotencia personificada, Él mismo es la majestad personificada, y Él mismo es la gloria de Dios Padre, y reflejo y espejo de su esplendor, porque este Niño, bajo el velo de su cuerpecito pequeño de niño recién nacido, es el Dios Todopoderoso, Omnisciente, Creador del universo visible y del invisible; este Niño es Dios, ante quien los ángeles tiemblan, y ante quien los ángeles se postran en adoración, en alabanzas y en acción de gracias; este Niño, ignorado por los hombres, que lo reciben con la frialdad de sus corazones ennegrecidos por el pecado, es el Dios del Amor, que viene a donar a los hombres el Amor divino, la Persona Tercera de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo.

No necesita Dios venir en su esplendor y grandeza, pues todo lo sostiene en sus frágiles manitos de niño; no necesita mostrar su gloria y su esplendor en medio de ráfagas y truenos, pues la gloria de Dios se trasluce en y a través de su cuerpo de niño pequeño.

Este Niño, que nace en la noche, en el tiempo, es Dios eterno, nacido antes de todos los tiempos, como dicen las primeras vísperas de la solemnidad de Epifanía: “Él es generado antes que la estrella de la mañana, antes de todos los tiempos, Él es Kyrios[2], y es por eso que los Magos, venidos de Oriente, lo adoran con oro, incienso y mirra, porque Él es el Rey de los reyes, y el Kyrios, el “Señor de la gloria” .

En Epifanía, la escena que contempla la Iglesia es la misma escena de Navidad: un niño recién nacido, sostenido en los brazos de su madre, que lo envuelve en pañales y lo deposita en una cuna; un hombre, el padre adoptivo de este niño, que contempla en éxtasis de adoración a su niño; unos animales, que con sus alientos de bestias irracionales calientan el ambiente; una pobre gruta que, de refugio de animales, pasa a ser lugar de nacimiento.

La escena es la misma de la Navidad, pero hoy, en Epifanía, la Iglesia ve, con los ojos de la fe, la manifestación de gloria y de esplendor de su Señor, del Kyrios, que en Navidad nace como Niño –puer natus est- y en Epifanía se manifiesta como Dios –apparuit-. La Iglesia en Epifanía ve el esplendor divino y sobrenatural que se desprende de ese Niño; la Iglesia contempla, iluminada por el Espíritu, la luz eterna que emana del cuerpo de este Niño, como de su fuente, porque ese Niño es Dios; la Iglesia contempla, en el éxtasis del amor, a su Divino Esposo, que la ha elegido desde la eternidad[3].

En Epifanía la Iglesia ve la luz que se irradia del Niño de Belén, y que la cubre y la ilumina, y esa luz es la gloria de Dios: “Kyrios es Dios y Él es nuestra luz”. “La gloria del Señor brilla sobre ti” (Sal 117, 27; Is 60, 1)[4].

Esa gloria de Dios, que cubre a la Iglesia en Epifanía, se extiende a los paganos, simbolizados en los Magos de Oriente, y en ellos se revela la intención de Dios de revelarse a toda la humanidad: “Dios, Tú has revelado hoy a tu Hijo Unigénito a los paganos” (Oración del día).

En Epifanía entonces, en ese Niño que ha nacido en Navidad, Dios se revela en su gloria, a los ojos espirituales de la Iglesia, y a los paganos; asume un cuerpo de un Niño, para abrazar, con los brazos abiertos del Niño, a todo aquel que con amor y reverencia, se acerque a Él a adorarlo; el abrazo del Niño será luego el abrazo de Cristo en la cruz, cuando con sus brazos extendidos en el madero de la cruz abarque y abrace a toda la humanidad, para conducirla al Padre.

En acción de gracias por su amor misericordioso, ofrendemos al Niño Dios las ofrendas de los Magos de Oriente, oro, incienso y mirra: el oro de nuestras buenas obras; el incienso de nuestra oración, y la mirra de la pureza del cuerpo y del alma.


[1] Cfr. Casel, O., Presenza del mistero di Cristo. Scelta di testi per l’anno liturgico, Ediciones Queriniana, Brescia, 82-83.

[2] Antífona I de Vísperas; Sal 109, 4.

[3] Cfr. Casel, o. c., 85.

[4] Cfr. Casel, o. c., 86.

martes, 28 de diciembre de 2010

En el Niño de Belén se hace visible la gloria de Dios


En Epifanía, contemplando la escena del Pesebre, con el Niño en el centro, la Iglesia canta: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti (…) Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (Is 60, 1; Epist.). En Navidad y Epifanía, la Iglesia dice que en Ella se manifiesta “la gloria del Señor”. ¿De qué gloria está hablando? ¿De la gloria de Dios, tal como la ven los ángeles y los santos en el cielo? No puede ser, porque no estamos todavía en el cielo, y lo que vemos, es un Niño acostado en un pesebre.

Sin embargo, la Iglesia dice “gloria”, y Juan dice, refiriéndose a Jesús, que es el Niño de Belén: “Hemos visto su gloria” (cfr. Jn 1, 14). Nuevamente nos interrogamos: ¿de qué gloria habla Juan? ¿A qué gloria hace referencia la Iglesia en Navidad?

La respuesta está en San Pablo: “Cristo crucificado es el Kyrios –el Señor- de la gloria” (cfr. 1 Cor 2, 6). San Pablo dice que Cristo, el Hombre-Dios, es el Señor de la gloria: Cristo en el Pesebre, Cristo crucificado, es el Señor de la gloria.

En Cristo la gloria de Dios, invisible, se hace visible en la carne, a través del cuerpo humano de Jesús, Dios Hijo encarnado. Ahora bien, como es por la fe que sabemos que Cristo es Dios Hijo, entonces, la luz de la gloria de Dios que vemos en Él, no la vemos tal como la ven los ángeles y los santos en el cielo, sino que es la luz de la gloria de Dios que se vislumbra por medio de la fe, no con los ojos del cuerpo.

La gloria de Dios que tanto la Iglesia como Juan ven en Cristo es la gloria y la luz eterna que se percibe no con los ojos terrenales, sino con los ojos del alma, iluminados con la luz de la fe.

Entonces, quien ve a Cristo en el Pesebre, quien ve a Cristo crucificado, ve al “Señor de la gloria”, ve al Dios glorioso que manifiesta su luz divina en nuestro tiempo, a través de la carne y a través de la cruz de Jesús.

En Navidad, en el Niño de Belén vemos, por la fe, la gloria de Dios, su luz eterna, que se irradia a través del pequeño cuerpo de un niño recién nacido; en el Niño de Belén, se hace visible, a los ojos del alma, la gloria de Dios. Es la misma gloria que contemplaremos luego, en la crucifixión, cuando ese Niño, ya adulto, suba a la cruz. No es la que contemplan los bienaventurados cara a cara, pero para nosotros, que vivimos en el tiempo, la contemplación del Niño de Belén, y la contemplación del Crucificado, son el equivalente de la contemplación en la bienaventuranza del cielo.

Pero no sólo en Belén y en el Calvario vemos la gloria del Señor: también vemos resplandecer, con la luz de la fe, a esa misma gloria, en el Sacramento de la Eucaristía: si a los pastores y a los Magos la gloria de Dios les estaba oculta a sus ojos corporales por el cuerpo de un Niño recién nacido, a nosotros se nos oculta por la apariencia de pan, pero así como ellos lo adoraron porque por la fe reconocieron en ese Niño a Dios en Persona, así también nosotros adoramos a la Eucaristía, porque reconocemos en la Eucaristía al Señor de la gloria, Cristo Jesús.